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El ojo inquietoGonzalo Figar

Errejón, Iglesias y el resentimiento de los iluminados

Si somos honestos, sabemos la respuesta: ni Errejón habría ligado jamás sin haber construido esa imagen de político culto e «intelectual», ni Iglesias habría ganado un duro en el mercado real sin haber explotado la vía política

Actualizada 01:30

Estos días, a propósito del juicio entre Íñigo Errejón y la actriz Elisa Mouliaá, he vuelto a reflexionar sobre esa cuadrilla de podemitas, esos revolucionarios de salón que llegaron prometiendo «asaltar los cielos» y han terminado representando todo aquello que decían despreciar.

Lo curioso, si lo pensamos bien, es que este desenlace era inevitable. Su ideología, estructuralmente incoherente, estaba condenada a desmoronarse porque carece de consistencia interna, más allá de un odio radical a todo lo que ellos no son.

Con el caso Errejón, la primera gran incoherencia queda expuesta con claridad: la famosa doble vara de medir. Los mismos que se llenan la boca con eslóganes absolutistas como «compañera, yo sí te creo» o «todos los hombres son violadores» son incapaces de sostener esas consignas cuando les toca a ellos. Porque cuando la acusación es contra uno de los suyos, de repente las cosas ya no son tan simples. Y que quede claro: yo no creo que lo que Errejón supuestamente hizo sea constitutivo de ningún tipo de delito. Quizá podemos pensar que el tipo sea un guarro o un maleducado, pero de ahí no pasa. Sin embargo, lo que queda claro es que los principios que exigen para los demás nunca se aplican cuando el señalado es un camarada anticapitalista.

Más allá de esta evidente incoherencia, el juicio me ha llevado a otra reflexión. Han saltado a la opinión pública relatos de lo mucho que ligaba Errejón, de su fama de mujeriego empedernido. ¡Errejón, que parece un bebé que ha tomado hormonas de crecimiento, un ligón! La misma reflexión me viene a la mente cuando pienso en Iglesias instalado en su chalé de Galapagar. Y la reflexión es esta: ¿cómo ha llegado esta gente hasta ahí? ¿Cómo han conseguido tal nivel de fama, fortuna y flirteos estos seres?

Si somos honestos, sabemos la respuesta: ni Errejón habría ligado jamás sin haber construido esa imagen de político culto e «intelectual», ni Iglesias habría ganado un duro en el mercado real sin haber explotado la vía política. Lo que hicieron fue convertir una ideología destructiva, divisiva y profundamente falsa en una catapulta para alcanzar todo aquello que la vida real les negaba.

Y aquí está, en mi opinión, la clave de todo su discurso político. La sociedad les negaba algo y ellos consideraban que se lo merecían. La política fue su manera de conseguirlo. Política anclada en un único principio: el resentimiento. La izquierda progresista, española y mundial, vive del resentimiento. Ellos, intelectuales y académicos, que se consideran iluminados, elevados, los listos que siempre saben qué es mejor para los demás, se encuentran con que el mundo real no les valora como ellos creen que debería. Se encuentran con que quienes triunfan en la sociedad no son ellos, sino los emprendedores, los creadores de riqueza, los innovadores. Se encuentran con que los nombres que lideran nuestra era son los Elon Musk, los Steve Jobs, los Jeff Bezos: personas que lanzan cohetes, reinventan industrias y mejoran vidas. Y esto les genera un odio visceral. Porque, en su mentalidad, los que arriesgan, los que emprenden, los que crean cosas útiles para la sociedad son poco menos que catetos. Ellos, con su supuesta profundidad intelectual, creen que deberían ser quienes ostenten el poder, el dinero y el reconocimiento. Y el resentimiento de no serlo es lo que los impulsa. Esta semana, Yolanda Díaz ha vuelto a atacar a los empresarios, acusándoles de ganar «40 mil y tantos euros al día». ¿Hay alguna parte de esta frase que no nazca de un profundo resquemor por saber que ella jamás sería capaz de generar esta riqueza?

Ese resentimiento es el combustible de toda la acción política de la izquierda radical. En España, los podemitas nunca quisieron acabar con la casta; quisieron sustituirla. Lo que buscaban no era cambiar el sistema para mejorarlo, sino controlarlo para satisfacer sus propias carencias. Querían el poder, el reconocimiento, el dinero y el sex appeal que el mercado nunca les dio. Y lo consiguieron. Porque no nos equivoquemos: su revolución no fue más que una excusa para alcanzar aquello que deseaban. Iglesias pasó de vender que jamás saldría de Vallecas a instalarse en un casoplón. Errejón encontró en la política la llave para ligar y disfrutar del estatus que siempre le estuvo vedado. Monedero anda gozando por todos los restaurantes de lujo del Barrio de Salamanca. A Zapatero, el bolivariano, le vi el otro día con un cinturón de Hermes.

Y no nos equivoquemos: no hay absolutamente nada malo en querer tener dinero, poder o éxito personal. El problema es la hipocresía. El problema es que han construido sus carreras políticas atacando a otros por hacer exactamente lo mismo que ellos querían hacer, deseaban hacer. ¿Cuánto odio y división han sembrado en su camino hacia conseguir lo que otros hacían con perfecta normalidad y buena fe?

No deseo que Errejón vaya a la cárcel. Tampoco deseo que Iglesias salga de su chalé. Pero sí quiero que su relato se colapse. Quiero que quede a la vista que todo su discurso no es más que un fraude moral e intelectual, puro resentimiento disfrazado de justicia social.

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