Las fronteras elásticas
Soy un convencido de que el marco preferible para la democracia es la nación, donde hay una cultura compartida y una ciudadanía cohesionada. Pero las fronteras elásticas han llegado para quedarse
Estamos asistiendo en directo a una ampliación de la presión de lo geopolítico. No digo que no lo avisaran hace tiempo. Pero es ahora cuando se está materializando o encarnando. Conozco la sensación de cambio, porque la he experimentado en varias ocasiones a lo largo de mi ya dilatada experiencia.
La primera, la más personal. En mi infancia, mi territorio era mi barrio. Lo de Nicolás Gómez Dávila de que no conoce más patriotismo que el del paisaje que se ve desde su loma, lo viví yo hasta los 10 años. Luego, en el colegio, amplié mi frontera hasta mi pueblo, para enfrentarnos en el patio a los de Jerez o Cádiz. Eso duró poco porque a los 15 aparecieron en nuestros veranos las chicas y, detrás, los de Sevilla y Madrid y, de golpe, los de Jerez fueron mis hermanos de sangre. Cuando fui a estudiar al norte, entre los de Sevilla y nosotros no quedaba ninguna diferencia. El año que viví en Inglaterra, un tío de Bilbao o de Colombia era mi alma gemela. Me cuentan los que han salido de Europa, que, en China, adivinas a un danés a lo lejos y corres y le pegas un abrazo y os vais de cañas.
La segunda experiencia es más política. La entrada en la Unión Europea se vivió como otro ensanchamiento. Por supuesto de derechos y de movilidad, pero más cotidianamente de bienes de consumo. Había cosas (chocolatinas, chicles, chaquetas de Harris Tweed) que antes había que ir a comprar al extranjero o a Gibraltar. De pronto, todo estaba en todos sitios.
El tercer ensanchamiento fue la caída del Muro de Berlín. Hasta entonces, la idea subconsciente es que Europa se limitaba a la parte occidental y que su corazón era París. Por supuesto, ni la geografía ni la historia decían eso, pero hablo de la apreciación común. Me dio vértigo cuando en mitad de la plaza central de Praga vi una placa en el suelo que informaba que estábamos en el corazón de Europa y caí en que era verdad.
Y ahora lo nuclear de la política se ha desplazado de las naciones al escenario internacional. Aunque lo de la globalización era una idea común –casi un tópico– desde hace diez años, es ahora cuando sus efectos políticos empiezan a ser palpables a pie de calle y a mano de periódico. La elección de Trump no sólo ha conmovido al mundo en su conjunto. Ha sacudido las políticas internas. Y paralelamente la nueva administración norteamericana se ha volcado (D. J. Vance; Elon Musk) sobre la política de otros países con todo tipo de declaraciones, contestadas a su vez.
Desde nuestro país se puede comprobar en el peso cada vez más definitorio que tienen los grupos europeos. En Vox el paso del ECR al grupo Patriots ha sido incansablemente comentado. La política del PP depende como nunca de los Populares Europeos. Cambian los pesos gravitatorios. Dos ejemplos. La talla del liderazgo de Santiago Abascal, por detrás en votos y en encuestas, es, sin embargo, mucho mayor que la de Feijóo por el aura que otorgan sus mucho mejores contactos internacionales. El segundo ejemplo: auguro que lo decisivo para la posibilidad de un pacto contra Sánchez entre el PP y Vox va a ser lo que haga el partido popular de Alemania, la CDU, propenso a pactar con los socialistas o con los verdes mejor que con AFD. Las circunstancias e historias de ambos países son muy diferentes, como salta a la vista, y en España, el electorado de centro derecha tiene mucho más rechazo al socialismo que a Vox, pero mandará la inercia europea.
Constato un hecho; no lo aplaudo. Soy un convencido de que el marco preferible para la democracia es la nación, donde hay una cultura compartida y una ciudadanía cohesionada. Pero las fronteras elásticas han llegado para quedarse. En el mejor de los casos, podremos relativizarlas. Ignorarlas será imposible.