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Perro come perroAntonio R. Naranjo

El novio de Ayuso

Denunciar la cacería contra la presidenta de la Comunidad no es algo ideológico: es de meros demócratas decentes

Actualizada 01:30

Al novio de Ayuso no deberíamos conocerlo. O quizá lo justo, si él y su pareja así lo quisieran, de forma superficial: aquí un señor, aquí la presidenta regional. Desde luego sus asuntos fiscales con Hacienda no debieran ser de dominio público, como los de nadie: no es un privilegio, sino una obligación legal, custodiar desde la Justicia las intimidades de un contribuyente. Y también de un encausado.

La evidencia de que todo eso se ha desvanecido y, de repente, todo el mundo sabe quién es Alberto González Amador, a qué dedica su vida, cómo y dónde vive y cuáles son sus cuitas con el fisco, ya debería activar todas las defensas de un demócrata razonable. Que es aquel capaz de gestionar sus odios dentro de unos parámetros legales: si el fin justifica los medios, bienvenidos a la jungla.

Tampoco hay que ser el lapicero más afilado del estuche para entender que se puede hacer justicia, o desmontar informaciones falsas si fuera el caso, sin incurrir en delitos y sin aprovechar las circunstancias para montar una operación política más propia de una República bananera: investigar a un familiar de un rival; acumular siniestramente documentos suyos delicados; convertir la Fiscalía General del Estado en el Sicariato General de Sánchez; utilizar la Moncloa como centro de operaciones y filtrarlo todo luego a amigos y colaboradores para buscar la muerte civil de un ciudadano corriente y el asesinato político de su novia, es una infamia.

Si el precio de que un contribuyente pague a la Hacienda lo que debe es destruir las garantías jurídicas de un país civilizado, lo que menos importa al promotor de esa estrategia es el dinero: se trata, en exclusiva, de intentar lograr en los despachos más siniestros lo que se ha perdido en los campos electorales más públicos.

Algo en lo que Sánchez es especialista: nada lo ha logrado nunca a pecho descubierto, por lo civil, sumando adeptos a un proyecto propio conocido y defendible. Todo siempre procede de las sentinas de la política, esos rincones fétidos que permiten intercambiar favores, mercadear con intereses y sacrificar principios: una investidura a cambio de una amnistía; sobrevivir pagando deudas, cediendo en todo, forzando la ley y defendiendo más a Ucrania que a España.

Denunciar la cacería contra Ayuso, que está en la misma estantería que el Watergate por mucho palmero que esconda la similitud entre Sánchez y Nixon, no es una cuestión de afinidades, sino de valores: si se asume que la disputa puede incluir la utilización de la Fiscalía General, de la Agencia Tributaria, del Tribunal Constitucional o del CIS como herramientas de promoción personal y acoso a un rival, la democracia desaparece y un país se muda a latitudes tropicales, donde se frecuentan los ajustes de cuentas.

Claro que estamos en España, y el consenso sobre dónde están las líneas rojas estalló cuando Sánchez, quién si no, aceptó lograr el poder con Otegi, Junqueras y Puigdemont, que es como si un Papa llegara al Vaticano vendiendo su alma al diablo: por mucho anatema que lanzara, todo el mundo sabría que el poseído es él y necesita con urgencia un exorcista. En el caso del presidente del Gobierno, esa posibilidad ha desaparecido: está empadronado definitivamente en el infierno y solo cabe esperar su próximo pecado.

Posdata. No veo a un cámara de televisión agrediendo a nadie con premeditación. Pero si no se disculpa ni se preocupa por los daños, es legítimo preguntarse si no le importó demasiado el choque fortuito: es un «defraudador confeso», no como los condenados Chaves y Griñán, y no pocos se habrán solazado con tanta justicia poética. Ahora imaginen qué dirían si el topetazo se lo hubiera llevado Begoña Gómez. Quizá lo mismo que con Sánchez y Mazón: si al primero le chillan, es la ultraderecha y hay que investigarlo con agentes de la élite de la Guardia Civil. Si es al segundo, el pueblo clama. Ya no engañan a nadie, pero hay que reconocerles el insondable tamaño de sus tragaderas.

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