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Escarnio con desprecio a la verdad

Esto no va solo de un profesor condenado en un proceso irregular. Esto va de demostrar quién manda, de debilitar una institución que molesta, de controlar lo que no pueden destruir de golpe

Actualizada 01:30

«Condenar al justo es una abominación ante los ojos del Señor» (Proverbios 17,15). En esta Iglesia de los linchamientos y los sacrificios políticos nadie parece temer esa advertencia. En tiempos donde la opinión pública dicta sentencias y los jueces se pliegan al espectáculo, la verdad es lo de menos. Lo que importa es la víctima ofrecida en el altar del escarnio. Y la Iglesia, en vez de resistir, ha decidido ofrecer a José María Martínez Sanz.

Su historia no es la de un juicio justo ni la de un proceso imparcial. Es la historia de una condena escrita antes de que comenzara el juicio. El juicio eclesiástico, para más inri.

Todo empezó con un caso de ciberacoso. Un alumno del colegio Gaztelueta denunció haber recibido mensajes vejatorios de compañeros de clase. Con el tiempo, las acusaciones cambiaron de forma. Lo que comenzó como un caso de acoso entre adolescentes derivó en una acusación de abusos sexuales contra su antiguo profesor, José María Martínez. A pesar de la gravedad de las acusaciones, la Fiscalía archivó la causa en varias ocasiones, y la investigación encargada por el Papa Francisco concluyó con su absolución y el mandato de reponer «su buena fama».

Para cualquier otro, la historia habría terminado ahí. Pero él no era cualquier otro. El acusador cumplió la mayoría de edad e inició un proceso penal contra su antiguo profesor. La palabra del acusador contra la palabra del acusado. O, mejor dicho, contra la palabra del acusado, y la de tantas personas —incluido un inspector de educación— que declararon que era imposible que los supuestos hechos se hubiesen cometido en el lugar en que se decía que se cometieron. En medio de la psicosis colectiva por el caso de «la manada», la Audiencia provincial de Bizkaia dictó una sentencia condenatoria a once años, en un proceso que arroja sombras por todas partes. El condenado recurrió en casación ante el Supremo, que redujo la condena de once a dos años, y dijo no poder ir más lejos por sus restricciones competenciales (al parecer, no estaba facultado para volver a valorar las pruebas).

No había necesidad de un nuevo juicio eclesiástico, ni estaba legalmente permitido, pero lo hubo. No había pruebas nuevas, pero la Iglesia reabrió su propio caso. No había leyes canónicas que aplicar a un laico, pero reabrió el asunto recurriendo a las normas para clérigos, y aplicándolas retroactivamente. Así, un caso que se había cerrado en su día con absolución, hoy se convierte en una condena implacable. Se le ha juzgado dos veces por el mismo caso, con normas retroactivas pensadas para sacerdotes, y saltándose a la torera todas y cada una de las garantías procesales (presunción de inocencia, derecho a la prueba, derecho a elegir abogado, etc.). No le permitieron defenderse, no tuvo acceso a toda la documentación, no se valoraron las pruebas que lo absolvieron en el pasado. Vamos, que más que un proceso, lo que ha habido es una especie de tortura, una infamante vejación kafkiana. Como colofón del despropósito, el pasado lunes salió el resultado. Aunque, claro está, ya estaba decidido de antemano: expulsión de José María Martínez del Opus Dei. El escarnio se hizo completo

Lo más grotesco es que no fue la verdad lo que ha impulsado esta condena sino la presión mediática. La campaña de acoso se reactivó en televisión. Primero fue Jordi Évole, con una encerrona televisada donde la versión del acusado fue reducida al silencio. En «Francisco Responde», el Papa fue presionado públicamente para «hacer algo». Lo que se ha hecho con José María Martínez no es justicia, es cálculo. No es reparación, es espectáculo. No es un proceso legal, es una ejecución pública. Lo más inquietante de todo es que nadie sabe por qué.

¿Por qué reabrir un caso ya cerrado? ¿Por qué ignorar el anterior veredicto eclesiástico? ¿Por qué la Iglesia necesita fabricar un monstruo? ¿Por qué este afán por alimentar el odio contra el Opus Dei, cuando la Iglesia debería estar buscando unidad?

Porque, en el fondo, parece que de eso se trata: este escarnio no es solo contra José María Martínez. Es un aviso, un golpe más dentro de una campaña mayor para erosionar al Opus Dei. No es casualidad que esto ocurra ahora, en un momento en el que desde dentro y fuera de la Iglesia se está intentando reestructurar la prelatura, recortar su autonomía y desacreditar su influencia. Esto no va solo de un profesor condenado en un proceso irregular. Esto va de demostrar quién manda, de debilitar una institución que molesta, de controlar lo que no pueden destruir de golpe.

Lo más trágico de este escándalo no es solo lo que se le ha hecho a un hombre, sino lo que está haciendo la Iglesia consigo misma. En un momento donde el catolicismo necesita unidad y liderazgo, cuando el Papa se encuentra en un estado de salud delicado y el futuro del Vaticano es una incógnita, se elige sembrar discordia, azuzar odios y fracturar aún más a la comunidad eclesial.

Hoy el linchamiento ha sido contra José María Martínez. Mañana puede ser contra cualquiera. Porque la lógica del escarnio no se detiene nunca. Cuando el espectáculo termine buscará nuevas víctimas.

Cuando en el futuro se haga balance de estos tiempos oscuros, alguien recordará que la Iglesia no protegió la verdad, sino que se sumó a la caza. Entonces, cuando sea demasiado tarde, se preguntarán cómo fue posible que nadie levantara la voz.

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