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El ojo inquietoGonzalo Figar

Hoy toca provocar: por una red de restaurantes públicos

Imaginemos un sistema de alimentación gestionado bajo los mismos principios que la sanidad y la educación. No solo habría una red de restaurantes públicos obligatorios, sino también de supermercados estatales para toda la población, y financiados por nuestros impuestos

Actualizada 01:30

En Europa, decidimos hace tiempo vivir bajo eso llamado Estado del bienestar. Sobre el papel, suena bien: una sociedad civilizada debe preocuparse por sus ciudadanos más vulnerables y garantizar una red de seguridad para quienes realmente lo necesiten. No hay nada objetable en la idea de que nadie quede desamparado y que exista un colchón mínimo para los momentos difíciles.

Dejemos de lado, por ahora, el cómo se paga todo esto (tema preocupante) y centrémonos en otra pregunta más fundamental: ¿en qué momento pasamos de la idea de una red de apoyo para los vulnerables a imponer un modelo obligatorio para el 100% de la población, gestionado de manera exclusiva por el Estado y administrado por burócratas, funcionarios y políticos?

Porque eso es exactamente lo que hemos hecho con la sanidad y la educación. De un concepto noble –asegurar un mínimo de bienestar a los más necesitados– hemos pasado a un sistema en el que se nos impone a todos un único modelo centralizado y sujeto a las reglas de la administración pública. En lugar de permitir que el mercado, la competencia y la eficiencia económica operen como lo hacen en prácticamente todos los demás ámbitos de nuestra vida, en sanidad y educación hemos aceptado sin pestañear que deben ser coto exclusivo del Estado. Un Estado que gestiona estos servicios con funcionarios, sin incentivos de mejora, sin competencia y con todas las ineficiencias propias de lo público: presupuestos inflados, gastos descontrolados y la imposibilidad de adaptarse a las necesidades individuales de los ciudadanos.

Alguien, en algún momento, nos vendió la idea de que estos dos sectores en particular no podían regirse por las reglas de la oferta y la demanda, como el resto de la economía. Y lo más preocupante no es solo que se haya impuesto este dogma, sino que ni siquiera nos hemos parado a cuestionarlo. ¿Por qué sanidad y educación sí y el resto de nuestra vida no?

Algunos dirán que porque estos dos ámbitos son demasiado importantes para dejarlas en manos del mercado. Pero entonces, ¿qué pasa con la alimentación? ¿Acaso no es más fundamental para la vida comer que aprender matemáticas o tratarse una gripe? Comer es la base de la supervivencia. Si seguimos la lógica de la sanidad y la educación, deberíamos haber entregado también la alimentación al Estado. Y, sin embargo, no lo hemos hecho.

Imaginemos un sistema de alimentación gestionado bajo los mismos principios que la sanidad y la educación. No solo habría una red de restaurantes públicos obligatorios, sino también de supermercados estatales para toda la población, y financiados por nuestros impuestos. No podrías elegir qué comer ni dónde comprar: solo podrías acceder a los productos y menús estandarizados que la burocracia estatal decida. Los camareros y cocineros serían funcionarios. Los gestores, políticos. ¿Quieres una hamburguesa? Pues hoy hay pollo. ¿Qué tu comida estaba fría y sabía mal? Pues rellena el formulario de quejas HB-99 y dentro de 3-6 meses nadie te contestará.

El resultado sería el previsible: comida de baja calidad, precios inflados, burocracia ineficiente, desperdicio de recursos, cero innovación y mejora, falta de libertad de elección... e impuestos masivos, claro.

Como siempre, solo los ricos podrían permitirse pagar dos veces —una con impuestos y otra de su bolsillo— para acceder a mejores productos o restaurantes privados. Es decir, el supuesto modelo público acabaría perjudicando, como siempre, a los que menos tienen, que serían los únicos obligados a depender de un sistema sin incentivos de mejora y sin libertad de elección.

A nadie se le ocurriría proponer algo así con la alimentación porque sabemos lo que pasaría. Si aceptamos que el mercado puede proveer comida, ropa, vivienda, tecnología y absolutamente todo lo que necesitamos en nuestra vida con una calidad y eficiencia infinitamente superior a la del Estado, ¿por qué creemos que en sanidad y educación va a ser distinto? ¿Por qué nos empeñamos en que, en estos sectores, este es el único modelo posible?

No estoy en contra de que exista una red de seguridad para quienes lo necesiten. Es más, me parece un rasgo positivo de una sociedad avanzada que se preocupe por los más vulnerables. Pero una red de seguridad para vulnerables no es lo mismo que un modelo impuesto a toda la población y provisto necesariamente por funcionarios y burócratas.

Y aquí es donde conviene aclarar un punto fundamental: hemos confundido lo «público» con lo «estatal». El sistema alimentario actual ya es un sistema público: cualquier persona puede acceder a supermercados, mercados y restaurantes de su elección. Existen opciones para todos los niveles de ingresos, con diferentes precios, calidades y modelos de negocio. Hay competencia, y si un restaurante o supermercado no lo hace bien, la gente deja de ir y el negocio desaparece.

Lo estatal, en cambio, es algo en manos de políticos y burócratas, con un público cautivo, donde no existe ninguno de estos derechos ni incentivos. Pues para lo supuestamente más importante, sanidad y educación, hemos elegido el modelo estatal…

Es hora de cuestionarlo todo. Toca provocar.

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