El negocio de callar
Una de las raíces del problema está donde muchos no quieren mirar. Una Iglesia que recibe financiación directa del Estado ya no puede hablar con libertad. La famosa X en la declaración de la renta ha dejado de ser una ayuda legítima para convertirse en un mecanismo de control en forma de ayuda
«ay de quien escandalice a uno de estos pequeños». Quien pronunció estas palabras tenía más presente a los escandalizadores internos, no tanto a los de fuera.
La Iglesia ha sido desde el principio santa y pecadora, su jerarquía no ha estado nunca exenta de caídas. Solemos reducir éstas a clichés: el sexto mandamiento y los abusos históricos de poder terrenal. Olvidamos que hay formas de extravío más discretas, respetables en apariencia, pero igual de eficaces para el padre de la mentira. La comodidad, la cobardía, el cálculo. También por ahí se cae. Lo hacemos todos, pero no olvidemos el corruptio optimi pessima que tanto complace al príncipe de este mundo; cuando un pastor se tuerce no cae solo: arrastra ovejas, desorienta a los fieles, oscurece la luz que debería custodiar.
La jerarquía eclesiástica española vive instalada en una contradicción que ya no sorprende. Predica que Cristo es el centro, pero actúa como si lo fuera el equilibrio institucional. Habla de la verdad, pero negocia la tibieza. Administra una fe que parece no atreverse a confesar del todo.
No es esto una acusación al aire ni un desahogo. Es una constatación que se acumula en hechos, en silencios, en renuncias pactadas. Mientras algunos sacerdotes jóvenes —pobres, valientes, convencidos— se dejan la piel en parroquias que se caen a pedazos, sus pastores gestionan estructuras. Mientras los laicos más fervorosos se organizan para evangelizar un mundo que no quiere escuchar, la Conferencia Episcopal comparece como si repitiera notas de prensa institucionales. Sin el «como».
Uno de los ejemplos más reveladores —aunque no el único— ha sido el caso del Valle de los Caídos. O Cuelgamuros, como se empeñan en llamarlo los burócratas del relato oficial. La comunidad benedictina no ha sido expulsada —todavía—, pero lo que debió ser una línea roja espiritual terminó en un acuerdo discreto. Cambio de prior. Silencio institucional. Trámite cumplido. Los monjes permanecen, sí. Pero da la impresión de que lo hacen porque no quedaba otra opción. Nadie los defendió: apenas fueron amortiguados.
En paralelo, la voz episcopal se repite con una exactitud que inquieta en cuestiones como la inmigración ilegal, como si obedeciera a un guion ajeno: acoger, proteger, integrar. Sin una palabra sobre el tráfico de personas. Sin mencionar el derecho a no emigrar. Sin preguntarse si hay límites en la capacidad de acoger. Se habla como si la caridad consistiera en repetir consignas sin pensar. Como si amar al prójimo obligara a cerrar los ojos ante lo que también es justo y conveniente para todos.
Una de las raíces del problema está donde muchos no quieren mirar. Una Iglesia que recibe financiación directa del Estado ya no puede hablar con libertad. La famosa X en la declaración de la renta ha dejado de ser una ayuda legítima para convertirse en un mecanismo de control en forma de ayuda. Lo saben. Lo asumen. Y callan.
Lo más paradójico es que a la Iglesia en España no le faltan medios: colegios, radios, televisiones, canales abiertos, púlpitos y plataformas. ¿Los usan para anunciar a Cristo o para no molestar demasiado a nadie? Recuerdan de forma selectiva aquella advertencia de san Agustín: «Reza como si todo dependiera de Dios, trabaja como si todo dependiera de ti». Se han quedado sólo con lo segundo y ni siquiera lo hacen bien.
Benedicto XVI, con su lucidez habitual, se preguntaba si la Iglesia no debería volver a empezar desde abajo: menos multitudinaria, más fiel. Después del derrumbe, decía, quedaría una Iglesia más pequeña, sin privilegios, pero profundamente creyente. Cabe preguntarse, sin ironía: si todo comenzó con doce locos que terminaron mártires, ¿es tan poca nuestra fe como para creer que eso ya no puede volver a ocurrir?
El precio del silencio no lo paga quien lo impone. Lo pagan quienes aún creen. Lo pagan los sacerdotes que siguen predicando. Los jóvenes que aún rezan. Los que se arrodillan mientras otros firman convenios. Tarde o temprano también lo pagará la propia jerarquía eclesiástica, que ya no sabe si evangeliza o simplemente sobrevive.
Quizá ha llegado el momento de dejar de financiar esta inercia. No por desprecio a la Iglesia, sino por amor a lo que está llamada a ser. Preguntarnos con calma, con seriedad: ¿estoy sosteniendo la misión de Cristo o el miedo de sus representantes? ¿Estoy ayudando a que la luz brille o a que el silencio se extienda?
¿Estoy dispuesto a apoyar —con mi tiempo, con mi esfuerzo, con mi dinero, con mi presencia, con mi oración— a esos sacerdotes que no negocian con el mundo? ¿A esos jóvenes que, contra toda lógica, aún creen que Cristo es Alguien y no solo algo?
Tal vez la Iglesia no necesite más gestos simbólicos. Tal vez necesite rupturas. Una purificación que no vendrá desde el poder, sino desde la fidelidad. El Evangelio no fue subvencionado. Fue predicado. Sin garantías. Sin comodidades. Con sangre, con fuego, con verdad.
Si la jerarquía ha olvidado lo que significa pastorear que al menos no se interponga. Sin olvidar que por esos mismos que fallan hace falta rezar. De nuevo, no por respeto a la institución sino por amor al combate en el que están y al que a veces ya no saben que pertenecen. Recordemos que, aunque el pastor se duerma, el rebaño puede seguir velando.