El país que aplaudía al carcelero
Nos cuentan que la pandemia fue un «error autonómico», no un manual de obediencia
Hubo un tiempo en que salir a la calle fue un delito.
No había guerra ni ocupación extranjera. Solo un virus. Y un Gobierno.
Las ciudades se vaciaron como tras un bombardeo. Las tiendas cerradas, las persianas bajadas, las plazas sin niños.
En las ventanas y balcones banderas y aplausos: siempre hay quien vitorea al que le encierra, al que le dice cuándo puede respirar.
En los pasillos de los hospitales, los médicos vestían bolsas de basura por uniforme. Las residencias, selladas por dentro, olían a muerte y a soledad.
Las familias se despedían por teléfono. Cuando se despedían.
Mientras, algunos firmaban contratos de madrugada, vendían mascarillas de saldo y se repartían los trozos del naufragio.
Otros, desde sus despachos, se hacían con los resortes del poder.
Pablo Iglesias, ese que hoy juega a profeta del pueblo en cualquier plató, se coló en el CNI mientras los muertos se apilaban en las residencias que él debía proteger.
Pocos parecen recordar esto.
Han pasado cinco años y el relato oficial está escrito: todo ocurrió en Madrid, todo culpa de Ayuso.
Como si en Barcelona o en Sevilla no murieran ancianos.
Como si el resto del país hubiera bailado jotas en las plazas vacías.
Nos cuentan que la pandemia fue un «error autonómico», no un manual de obediencia.
No una suspensión masiva de derechos.
No un golpe de mano desde el BOE.
Pero las calles vacías, las miradas huidizas, las sirenas constantes, eso no fue un espejismo.
Después vino la lista de los buenos.
El pasaporte COVID, esa brillante invención para distinguir a los puros de los impuros.
La nueva estrella amarilla, esta vez con código QR.
El derecho a entrar en un cine, a un restaurante, a vivir, concedido como premio por obedecer.
Y nadie preguntó nada. Porque quien preguntaba era un criminal, un peligro, un enemigo del pueblo.
No había guerra ni ocupación extranjera. Solo un virus. Y un Gobierno.
Las ciudades se vaciaron como tras un bombardeo. Las tiendas cerradas, las persianas bajadas, las plazas sin niños.
En las ventanas y balcones banderas y aplausos: siempre hay quien vitorea al que le encierra, al que le dice cuándo puede respirar.
En los pasillos de los hospitales, los médicos vestían bolsas de basura por uniforme. Las residencias, selladas por dentro, olían a muerte y a soledad.
Las familias se despedían por teléfono. Cuando se despedían.
Mientras, algunos firmaban contratos de madrugada, vendían mascarillas de saldo y se repartían los trozos del naufragio.
Otros, desde sus despachos, se hacían con los resortes del poder.
Pablo Iglesias, ese que hoy juega a profeta del pueblo en cualquier plató, se coló en el CNI mientras los muertos se apilaban en las residencias que él debía proteger.
Pocos parecen recordar esto.
Han pasado cinco años y el relato oficial está escrito: todo ocurrió en Madrid, todo culpa de Ayuso.
Como si en Barcelona o en Sevilla no murieran ancianos.
Como si el resto del país hubiera bailado jotas en las plazas vacías.
Nos cuentan que la pandemia fue un «error autonómico», no un manual de obediencia.
No una suspensión masiva de derechos.
No un golpe de mano desde el BOE.
Pero las calles vacías, las miradas huidizas, las sirenas constantes, eso no fue un espejismo.
Después vino la lista de los buenos.
El pasaporte COVID, esa brillante invención para distinguir a los puros de los impuros.
La nueva estrella amarilla, esta vez con código QR.
El derecho a entrar en un cine, a un restaurante, a vivir, concedido como premio por obedecer.
Y nadie preguntó nada. Porque quien preguntaba era un criminal, un peligro, un enemigo del pueblo.
Europa se llenó de carteles que decían «Prohibido el paso».
Algunos aplaudían las cadenas como si fueran pulseras de oro.
Macron anunciaba que haría «la vida imposible» a los no vacunados.
En Australia levantaban campos de cuarentena.
Y aquí, quien se atrevía a decir algo, era tachado de negacionista. ¿Criterio científico? Ninguno.
Nos obsesiona el fascismo, pero si lo ha habido en el siglo XXI, fue ese:
el de las ventanas que vigilaban,
el de los balcones que denunciaban,
el del vecino que llamaba a la policía porque alguien sacaba al perro dos veces al día.
En paralelo, el dinero corría por los despachos.
Mascarillas falsas, contratos sin concurso, comisiones millonarias.
Mientras las familias miraban una urna cerrada y se despedían de quien ya no estaba.
Hoy, los mismos que decretaron el encierro general se llenan la boca hablando de democracia.
Los que prohibieron pasear, ir a misa, acompañar a los muertos.
Los que ordenaron que no respiráramos sin permiso.
Ahora, como si el tiempo lo borrara todo, producen documentales para contarnos una fábula: una historia sin malas conciencias, sin preguntas incómodas, sin cuentas que saldar.
Pero hay quienes recordamos. Las órdenes inhumanas, las detenciones absurdas, los ancianos arrancados de los bancos del parque, los padres que no pudieron ver nacer a sus hijos, los hijos que no pudieron despedir a sus padres.
Recordamos las sirenas, las ambulancias, los ataúdes apilados.
Recordamos los contratos de madrugada, las comisiones, las bolsas de plástico por batas.
Recordamos el miedo. Ese miedo que se metía en los huesos y hacía callar.
La pandemia no fue solo un virus.
Fue un experimento.
Un ensayo general de hasta dónde puede llegar un Gobierno cuando el miedo hace el trabajo sucio.
Y lo aprendieron bien.
Hoy, cinco años después, todo parece olvidado.
El BOE vuelve a su rutina, las televisiones a su ruido, los políticos a sus frases de escaparate.
Pero algunos no olvidamos. Porque no se puede olvidar el día en que la libertad se quedó encerrada en casa. Cuando llegue la próxima excusa, ya sabremos hasta dónde están muchos dispuestos a llegar.
Algunos aplaudían las cadenas como si fueran pulseras de oro.
Macron anunciaba que haría «la vida imposible» a los no vacunados.
En Australia levantaban campos de cuarentena.
Y aquí, quien se atrevía a decir algo, era tachado de negacionista. ¿Criterio científico? Ninguno.
Nos obsesiona el fascismo, pero si lo ha habido en el siglo XXI, fue ese:
el de las ventanas que vigilaban,
el de los balcones que denunciaban,
el del vecino que llamaba a la policía porque alguien sacaba al perro dos veces al día.
En paralelo, el dinero corría por los despachos.
Mascarillas falsas, contratos sin concurso, comisiones millonarias.
Mientras las familias miraban una urna cerrada y se despedían de quien ya no estaba.
Hoy, los mismos que decretaron el encierro general se llenan la boca hablando de democracia.
Los que prohibieron pasear, ir a misa, acompañar a los muertos.
Los que ordenaron que no respiráramos sin permiso.
Ahora, como si el tiempo lo borrara todo, producen documentales para contarnos una fábula: una historia sin malas conciencias, sin preguntas incómodas, sin cuentas que saldar.
Pero hay quienes recordamos. Las órdenes inhumanas, las detenciones absurdas, los ancianos arrancados de los bancos del parque, los padres que no pudieron ver nacer a sus hijos, los hijos que no pudieron despedir a sus padres.
Recordamos las sirenas, las ambulancias, los ataúdes apilados.
Recordamos los contratos de madrugada, las comisiones, las bolsas de plástico por batas.
Recordamos el miedo. Ese miedo que se metía en los huesos y hacía callar.
La pandemia no fue solo un virus.
Fue un experimento.
Un ensayo general de hasta dónde puede llegar un Gobierno cuando el miedo hace el trabajo sucio.
Y lo aprendieron bien.
Hoy, cinco años después, todo parece olvidado.
El BOE vuelve a su rutina, las televisiones a su ruido, los políticos a sus frases de escaparate.
Pero algunos no olvidamos. Porque no se puede olvidar el día en que la libertad se quedó encerrada en casa. Cuando llegue la próxima excusa, ya sabremos hasta dónde están muchos dispuestos a llegar.
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