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La viga en nuestro ojo

En Siria se nos dijo que era por «liberar al pueblo», aunque detrás estaba la urgencia de aislar a Irán, cortar la ruta hacia Hezbolá y, de paso, evitar que un gasoducto de Teherán llegara al Mediterráneo. Mientras se buscaban pretextos nobles, los cristianos eran arrasados

Actualizada 01:30

Occidente nunca pierde ocasión de recordarse a sí mismo que es la casa de los valores, la cuna de la democracia, el paladín incansable de los derechos humanos. Un discurso repetido con tal convicción que uno acaba preguntándose si no será también una forma de espantar a los fantasmas propios. Nos gusta tanto la imagen que nos devuelve el espejo, tan pulido y reluciente, que hemos olvidado mirar las grietas que recorren el azogue.

Quizá por eso resulta tan fácil rasgarse las vestiduras con las tragedias que seleccionamos, como si el horror sólo existiera cuando lo bendicen nuestras cámaras. Ucrania, Gaza, las guerras que saturan nuestros titulares. Son, sin duda, dramas terribles, pero no los únicos. Mientras nos emocionamos con las víctimas que encajan en el guion adecuado, miramos hacia otro lado cuando la violencia y la persecución recaen sobre aquellos a quienes deberíamos sentir como más próximos.

Pensemos, por ejemplo, en los cristianos de Siria. Una comunidad milenaria, que ha conservado su fe y su cultura desde tiempos en que Europa aún vestía túnicas de lino. Están siendo crucificados, expulsados, degollados por el único crimen de seguir a Cristo. Para ellos no organizamos conciertos benéficos ni publicamos campañas globales. Su martirio no conviene, no encaja, no sirve. Sin embargo, fueron ellos quienes quedaron atrapados entre las bombas de un régimen y las cuchillas del yihadismo, mientras las potencias occidentales jugaban a la guerra de gasoductos disfrazada de cruzada democrática.

Seamos serios: ¿alguien sigue creyendo, a estas alturas, que las guerras actuales se libran por principios? En Siria se nos dijo que era por «liberar al pueblo», aunque detrás estaba la urgencia de aislar a Irán, cortar la ruta hacia Hezbolá y, de paso, evitar que un gasoducto de Teherán llegara al Mediterráneo. Mientras se buscaban pretextos nobles, los cristianos eran arrasados. A nadie pareció importarle demasiado.

Podríamos consolar nuestra conciencia diciendo que al menos defendemos la democracia, esa palabra mágica que justifica cualquier intervención. Pero la democracia —cuando es auténtica— no vive solo de urnas y sufragios, sino de instituciones sólidas, de un Estado de derecho que protege la libertad de los ciudadanos frente a los abusos del poder. Ahí, precisamente ahí, es donde nuestras sociedades muestran sus fracturas.

En España asistimos al deterioro imparable de las instituciones, al uso partidista de la ley, a la manipulación grosera de los resortes del Estado, a las cesiones continuas a quienes quieren romper la unidad nacional. En Europa, ese gran club de las democracias ejemplares, las decisiones más trascendentales se toman en despachos cerrados por comisarios a quienes nadie ha elegido. ¿Quién ha votado a Ursula von der Leyen o a los tecnócratas que dictan desde Bruselas qué se puede cultivar y qué no?

Aun así, la fe en la superioridad moral de Occidente es tozuda. Seguimos creyendo que llevamos la civilización al mundo mientras asfixiamos a nuestros agricultores con normativas imposibles y permitimos al mismo tiempo la entrada masiva de productos de Marruecos que no cumplen ni una décima parte de nuestras exigencias. Nos imponemos normas suicidas y luego aplaudimos la competencia desleal. Eso sí, todo por «el progreso», «la transición ecológica» y otras etiquetas brillantes que esconden vacíos aún más grandes que nuestras arcas públicas.

Y así estamos, convencidos de que somos el ejemplo a seguir, mientras importamos la mano de obra barata que sostenga un sistema que se hunde, vendemos nuestros valores al mejor postor y olvidamos a los nuestros cuando mueren por defender su fe.

No es una llamada al cinismo, tampoco una negación de que hay valores que merecen ser defendidos. Pero quizás ha llegado la hora de moderar los sermones al mundo y dirigir una mirada más crítica a nosotros mismos. No nos vendría mal mirar a los cristianos sirios, nigerianos y chinos con humildad. Aprender de quienes, en vez de predicar la libertad desde un púlpito de privilegios, siguen dispuestos a sacrificarse por lo que creen. Y dejar, de paso, de mirar siempre la paja en el ojo ajeno, mientras la viga en el nuestro amenaza con derribarnos.

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