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VertebralMariona Gumpert

El último paso hacia la correa

Actualizada 01:30

En algún momento del futuro, alguien entrará en una cafetería, pedirá un café y al pagar verá un mensaje en la pantalla:

«Transacción rechazada. Ha superado su límite mensual de consumo de café.»

O quizá no será por el café. Quizá será porque ha donado dinero a una causa equivocada. Porque ha comprado demasiada carne. Porque ha emitido demasiadas emisiones de carbono según la última directiva europea.

No será un fallo técnico. Será una función del sistema.

Nos dicen que el euro digital será una revolución financiera. Que traerá seguridad, eficiencia, inclusión. Igual pasó con el pasaporte COVID. El mismo argumento se repite cada vez que avanzamos un paso más en el control total del individuo.

Las cadenas siempre empiezan con promesas.

Un dinero centralizado, emitido y regulado directamente por el BCE, sin bancos de por medio, sin efectivo que estorbe, sin resquicio para la economía sumergida. Suena moderno, eficiente, inevitable. Lo mismo debieron de pensar los antiguos griegos cuando su democracia empezó a ser administrada por unos pocos. Lo mismo debieron de pensar los romanos cuando la República se convirtió en Imperio. Lo mismo debieron de pensar los rusos cuando Stalin implantó su control absoluto sobre la economía soviética: qué bien, qué ordenado, qué seguro.

Años después, los rusos se comían la corteza de los árboles porque el Estado decidía quién podía comprar pan y quién no.

Pero eso no puede pasar aquí. Aquí hay «garantías». «Privacidad por diseño». «Seguridad jurídica». La misma seguridad jurídica que permitió cerrar cuentas bancarias a manifestantes en Canadá en 2022. La misma seguridad jurídica que impuso un corralito en Grecia en 2015. La misma seguridad jurídica que dejó a los argentinos con billetes en la mano que no valían nada.

Nos dicen que el efectivo seguirá existiendo. Hasta que deje de existir.

¿Quién llevará monedas y billetes cuando todo resulte más fácil con un monedero digital? ¿Quién va a protestar cuando los comercios dejen de aceptar efectivo «por seguridad e higiene», como hicieron en la pandemia? ¿Quién va a quejarse cuando los bancos empiecen a aplicar comisiones a quienes retiren demasiado dinero físico?

Un día, sin que nadie recuerde cuándo empezó, pagar en efectivo será como fumar en un avión. Algo que antes era normal y que ahora resulta impensable. Entonces será tarde.

El BCE nos tranquiliza: no habrá vigilancia, no habrá abuso. El BCE, que no responde ante nadie. ¿Quién elige a sus dirigentes? ¿A quién rinden cuentas? ¿Ante qué Parlamento?

En tiempos de crisis, las promesas son papel mojado. Lo vimos en la pandemia, cuando la salud pública sirvió para justificar cualquier atropello. Lo vimos en la guerra de Ucrania, cuando se bloqueó el acceso a fondos de ciudadanos rusos solo por ser rusos. Lo vimos con el 11-S, cuando la lucha contra el terrorismo permitió a los gobiernos espiar a la población con la Patriot Act.

Cuando las cosas se pongan feas —y siempre se ponen feas— el sistema estará listo para protegernos de nosotros mismos.

No se necesitarán decretos, ni leyes de excepción. Bastará con una simple actualización de software.

El euro digital llega en el momento perfecto. Cuando la economía se tambalea, cuando Europa rearma sus ejércitos, cuando los conflictos se endurecen. Cuando las cosas se pongan (más) feas, tener a los ciudadanos bajo control financiero será una ventaja estratégica incalculable. Lo llamarán estabilidad, pero será otra forma de obediencia.

Nos dirán que es por seguridad. Por el bien común. Que quien no tiene nada que esconder, no tiene nada que temer. El último argumento de los esclavos.

El efectivo es libertad. El euro digital es una correa.

Y lo peor de todo es que muchos correrán felices a ponérsela.

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