Exportar médicos, importar culpas
Mientras tanto, millones de jóvenes españoles encadenan contratos con fecha de caducidad. No tienen tiempo ni espacio para formar un proyecto vital. Pero les pedimos entusiasmo. Que aplaudan la llegada de quienes trabajarán por menos
Vivimos tiempos moralmente eficientes. Basta un vídeo bien editado para recordarnos lo imprescindibles que son los inmigrantes para la economía nacional. Una melodía suave, una voz en off solemne, y ya está: nos sentimos buenos. No como buenos ciudadanos —eso exigiría algo más complejo—, sino como buenas personas, que es mucho más reconfortante.
El relato es impecable. Nos enseñan que sin ellos no habría fresas, ni ancianos atendidos, ni leche en los supermercados. Sin ellos no habría país. Y, en efecto, algo de eso hay. Pero la emoción es una bruma espesa: difumina lo incómodo. Por ejemplo, que muchos de los que hoy recogen pero, sobre todo, cuidan con agujas y fonendos o diseñan obras de ingeniería en otros países también son nuestros. Españoles que se fueron cuando aquí no quedaban ni contratos ni respeto. Los formamos con dinero público y los despedimos con un aplauso de bienvenida europea.
Esta asimetría no se denuncia porque no encaja en el decorado. El relato debe estar pulido, sin fisuras, los emigrados deben ser invisibles. Lo que sí resulta fotogénico es el gesto de acogida. Necesitamos sabernos hospitalarios, incluso indispensables. Cuanto más dramática la historia del otro, más heroico nuestro papel. Se construye así una ética sentimental que no respeta al individuo, sino que mira, en el fondo, por la utilidad que nos aporta el ajeno.
El mercado ha encontrado su filón: una mano de obra dócil, agradecida y, sobre todo, barata. El respeto ya no es un principio, es una nota a pie de página. Lo importante es que el engranaje funcione. Que alguien haga el trabajo. Si no es alguien de aquí, mejor: menos problemas, más relato. ¿Dónde quedaron las protestas por la España vaciada?
En el camino se diluye el sentido de pertenencia, que se ha transfigurado en pecado capital posmoderno. La clase social se mide ahora por la movilidad internacional que ofrece tu currículum. El estatus lo otorga la capacidad para largarse. Cuanto más lejos, más éxito. El cosmopolitismo entendido como desarraigo rentable. El mundo como terminal de aeropuerto.
Mientras tanto, millones de jóvenes españoles encadenan contratos con fecha de caducidad. No tienen tiempo ni espacio para formar un proyecto vital. Pero les pedimos entusiasmo. Que aplaudan la llegada de quienes trabajarán por menos. Que paguen las ayudas sociales a los que han venido sin pedir permiso y sin intenciones de aportar. Que se sientan parte de un gran ideal, aunque ese ideal no les incluya.
Engullimos con docilidad esta rueda de molino llamada progreso y fraternidad. Diversidad como mantra, movilidad como destino. No hay lugar para preguntar si el sistema necesita que alguien viva peor para que los demás puedan flotar. Tampoco para asumir que, si el sistema colapsa sin salarios de miseria, entonces el problema es, no sé, ¿el sistema? Así, como posibilidad loca.
Lo más dramático no es la injusticia, sino la narrativa que la decora. Se ha renunciado al vínculo: la comunidad es una reliquia, la familia un obstáculo, el hogar una estación de paso. El joven ideal es nómada, disponible, exportable. Un ciudadano del mundo sin mundo al que volver. Ahora bien, flotar no es lo mismo que vivir. Cuando la raíz desaparece, cuando el sitio ya no significa nada, uno empieza a no saber quién es.
No hablo desde fuera, ni desde la teoría. Estas líneas las firma quien ha dado a luz a una niña prematura en el extranjero, como inmigrante. Una niña que tiene por padre a un hombre que no ha nacido en España. No hay relato que me lo cuente, ni mucho menos que me lo adorne: lo he vivido. Y, créanme, no es algo que desee para mis hijos.