Nos vendieron el mundo
Pero esto no es una guerra comercial. Es una confesión. Un espejo que devuelve la imagen de un continente que pensó que podía vivir del diseño mientras otros hacían el trabajo sucio. Que creyó que abrirse al mundo era lo mismo que vaciarse por dentro
Entra al bazar una mujer con prisa y un billete de diez euros. Sale con una sartén que brilla como si pudiera prometerle algo. Tres semanas después, el revestimiento se desprende como una piel muerta. Vuelve al bazar. Compra otra. El gesto ya no es una elección, es una coreografía: entrar, pagar, usar, tirar. Como si el acto de consumo estuviera programado en un calendario invisible.
La sartén se repite en las camisetas que se deshacen al tercer lavado, en los abrigos que no abrigan, en los auriculares que mueren antes de la garantía. Todo diseñado para fallar con precisión quirúrgica. Todo vendido como «progreso».
En la pantalla, un carrito de Amazon lleno hasta el borde simula una conquista. Un gesto imperial de dedo índice sobre cristal. Pero no hay poder en esa acumulación de cosas que duran menos que un recuerdo. Es solo la libertad del que elige entre tres versiones del mismo fracaso.
Cada quince minutos despega un avión. Una cola de pasajeros con mochilas de cabina, destino: cualquier parte. No importa si pueden pagar un alquiler. Marchar para evadirse es más fácil que quedarse. Irse es la única promesa que todavía vende algo parecido al futuro.
La evasión se convirtió en derecho. Comer ya no es alimentarse, es «vivir la experiencia». Comprar no es abastecerse, es reafirmarse. En cambio, producir… ¿para qué? Eso es cosa de otros. En otros sitios. Con otras manos.
Hemos confundido movilidad con libertad, y lo inmediato con lo valioso. La autosuficiencia fue el precio a pagar por la sensación de bienestar. Un bienestar con Wi-Fi, pero sin raíces.
Hasta hace poco se reía del que hablaba de fábricas: el futuro era limpio, digital, sin grasa, ni humo, ni manos sucias. Pensar era más rentable que ensamblar. Lo lógico era importar barato y diseñar desde una oficina con vistas.
Así lo hicimos. Cerramos talleres. Tiramos planos. Abandonamos la máquina por la pantalla.
Hoy, quienes no producen nada no deciden nada. Ni qué coche pueden fabricar, ni qué gas calienta sus casas, ni qué fertilizante nutre sus campos. A Rusia le compramos energía. A China, tecnología. A Marruecos, tomates. Cuando los engranajes del mundo se atascan, descubrimos que la eficiencia sin soberanía es solo dependencia maquillada.
Bruselas dibuja un mundo verde sobre el papel. Pero la tierra no se cultiva con PowerPoint. Las verduras llegan desde el sur a precios que el agricultor local no puede igualar ni con ayudas. Las fresas de Huelva las recogen manos que no saben lo que es un convenio. Y en los pueblos, los ganaderos hacen cuentas que no cierran desde 2015.
Les exigimos cumplir normativas ecológicas, trazabilidad, respeto animal, sostenibilidad mientras permitimos importaciones que no respetan nada. Es el ecologismo de despacho: limpio en el Excel, sucio en el mapa.
Ahora, de repente, aranceles. Porque China inunda el mercado con coches eléctricos. Porque algunos se han dado cuenta, tarde, de que depender de otros tiene un precio.
Pero esto no es una guerra comercial. Es una confesión. Un espejo que devuelve la imagen de un continente que pensó que podía vivir del diseño mientras otros hacían el trabajo sucio. Que creyó que abrirse al mundo era lo mismo que vaciarse por dentro.
Nos vendieron el mundo y lo compramos. Con intereses, y sin posibilidad de devolución.
Quizá no debimos reírnos de las fábricas.
Quizá subestimamos lo que significaba tener un campo fértil, una línea de producción, un jornal con dignidad.
Quizá creímos que se podía vivir sin tierra, sin industria, sin comunidad. Que bastaba con algoritmos, con experiencias, con cosas que se entregan en 24 horas.
El problema nunca fue abrirnos al mundo. El problema fue vendernos a él sin condiciones, sin garantías, y sin saber lo que estábamos perdiendo.