Contra la pureza
Le reprochan a Vargas Llosa sus posiciones políticas, como si fueran una mácula que ensucia su obra. Y me pregunto: ¿desde cuándo esperamos que un novelista sea neutro?
Mi director de tesis era de esas personas escasas que no tienen prisa por parecer interesantes. Humilde hasta el extremo y generoso con su tiempo, tenía una sonrisa franca, como si no se hubiera enterado de que llevaba una cátedra de metafísica a sus espaldas. Leía literatura con la devoción de un monje y la avidez de un niño. Me dijo una vez, entre risas, que le encantaba estar medio griposo: así tenía la excusa perfecta para pasar el día entero en la cama leyendo novelas.
Después de esa confesión vino una frase que no he olvidado: «He aprendido sobre la naturaleza humana igual —o quizá más— con la literatura que con la filosofía.» Lo dijo con la naturalidad de quien no necesita justificar su sabiduría, como si fuera evidente que hay verdades que no se dejan atrapar por los conceptos y que la literatura, cuando es grande, no explica: revela.
Pienso en él estos días, tras leer cómo algunos acusan a las novelas de Mario Vargas Llosa de ser un panfleto ideológico. Se le reprochan sus posiciones políticas, como si fueran una mácula que ensucia su obra. Y me pregunto: ¿desde cuándo esperamos que un novelista sea neutro?
La gran literatura nunca ha sido aséptica. Dostoievski no escondía su visión del alma y de Dios. Thomas Mann escribía novelas que eran laboratorios del espíritu europeo. Houellebecq disecciona Occidente con un bisturí empapado en desesperanza. Ninguno de ellos disimulaba sus ideas. Al contrario: ponían en juego una mirada total, una forma de comprender al hombre en su integridad. ¿Queremos ahora rebajar todo eso a «panfleto» solo porque no compartimos el marco desde el que se escribe?
El problema no es nuevo, pero se ha agudizado. Vivimos atrapados en una ficción moderna: la de que es posible pensar sin implicarse. La de que hay saberes «limpios», desprovistos de perspectiva. Confundimos la objetividad con la neutralidad, como si entender algo exigiera desinfectarlo antes. En Medicina esa asepsia es necesaria: un cirujano puede —debe— operar a quien ha cometido un crimen atroz. Pero la literatura no cura huesos rotos: explora zonas turbias, dolorosas, contradictorias, y lo hace desde dentro. Pretender que este proceso carezca de ideas es como exigir que un músico componga sin emociones o que un poeta rime sin alma.
No es esto una apología de la subjetividad. Al contrario: es el reconocimiento humilde de que nadie tiene una visión completa del mundo. Precisamente por eso necesitamos a quienes saben mirar con profundidad. Aunque no pensemos como ellos. Especialmente si no pensamos como ellos.
Lo preocupante no es que se critique a Vargas Llosa. Lo lacerante es que solo señalamos la «impureza ideológica» cuando el autor piensa mal según el canon. Si sus ideas coinciden con la ortodoxia cultural, no solo se perdonan las carencias: se las celebra por ellas. La mediocridad se vuelve virtud si viene envuelta en las consignas correctas.
Y mientras tanto, en España, no son escritores sino políticos electos quienes arrastran un pasado en ETA. Personas condenadas pertenecer a una organización terrorista, hoy integradas en las instituciones sin que se cuestione su legitimidad. No se les exige neutralidad ni pureza ideológica: se les concede poder. En paralelo, el PSOE promueve leyes ad hoc para limitar la financiación de partidos como Vox, apelando a criterios que diseñados con precisión quirúrgica para sus adversarios. La exigencia de limpieza moral no se reparte: se administra.
Todo esto forma parte del signo de nuestra época: la pulsión por censurar lo que no encaja con nuestras ideas. Desde la retirada de Dostoievski en algunas instituciones al comienzo de la guerra de Ucrania hasta la eliminación de cuentos clásicos en bibliotecas por supuesta incorrección política, vivimos en una era que confunde sensibilidad con censura, y disidencia con amenaza.
La literatura, si es grande, nos desinstala. Nos obliga a mirar el mundo desde un ángulo que no habíamos considerado. Nos incomoda. Nos expone. Nos salva. Y cuando alguien —como Vargas Llosa, o cualquier otro— es capaz de hacer eso con verdad, con hondura, con belleza, lo lógico no es desconfiar de su ideología.
Lo lógico es darle las gracias.