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Cartas al director

Salvaguardar los valores

En medio de este maremágnum político en el que estamos inmersos me ha llamado poderosamente la atención la lectura de algunas páginas sobre las ideas que impregnaron la política desarrollada por Abraham Lincoln, el presidente de Estados Unidos asesinado el 14 de abril de 1865. Fue un gran defensor de los derechos humanos de los negros al abolir la esclavitud. Unos meses después de su muerte la Constitución que rige esa nación incluyó su decimotercera enmienda mediante la cual la esclavitud se convertía en ilegal. En uno de sus más destacados discursos ya había proclamado: «Al dar libertad a los esclavos aseguramos la libertad para los que son libres –y actuamos de manera honrosa tanto en lo que damos como en lo que conservamos–. Salvaremos noblemente, o perderemos lastimosamente, la última y mejor esperanza de la Tierra. Otros medios podrían tener éxito, éste no podría fracasar. El camino es sencillo, pacífico, generoso, justo –un camino que, si es seguido, el mundo aplaudirá para siempre y Dios tiene que bendecirlo para siempre–».

Lincoln tenía fe, era un hombre creyente que leía la Biblia con frecuencia, aunque no estaba adscrito a ninguna institución religiosa. Su vida y su mandato presidencial testimonian claramente ese humanismo trascendente que quedó plasmado en tantas actuaciones civiles y políticas como el respeto obligado de efectuar reformas por la vía de la legalidad y no de forma arbitraria y sin lesionar el derecho de ningún ciudadano. Primaba la realidad presente de unos principios morales elevados y emanados directamente de Dios que consideraba de obligado cumplimiento para la evolución, progreso y desarrollo de las naciones: una democracia sustentada por unos pilares y contrafuertes éticos y morales era la «última y mejor esperanza de la Tierra».

No se puede dudar de la rectitud de los fundamentos que regularon su forma de gobierno y aunque esto sucediese en pleno siglo XIX su actualidad no puede ser más plena en el siglo XXI para luchar por salvaguardar unos principios que son perennes.

Juan Antonio Narváez Sánchez

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