Cartas al director
El Parlamento
El Parlamento, en tanto que cifra y norte de la vida política de un país, es el depositario de las filias y fobias de sus ciudadanos, de sus deseos, rechazos o temores. Los diputados representan a sus votantes en el Congreso, y no creo que estos últimos hayan querido ver, en el hemiciclo, esperpentos, agresiones verbales o gestos de desprecio de uno a otro.
Hace muchos años que no escucho un debate parlamentario que transcurra sin insultos, amenazas o palabras peyorativas dirigidas por unos hacia otros.
Cuando los españoles vemos y escuchamos a nuestros políticos de cabecera, sentimos honda decepción y pena tras oír ignominiosas palabras en lugar de puntos de encuentro, consensos conseguidos mediante la razón y no disensos que llegan desde la más profunda hostilidad.
Lejos quedan los tiempos de nuestros clásicos (no citaré a ninguno para no pecar de subjetivo y parcial), en sesiones que concluían con la aprobación de leyes que beneficiaban a todos y no a alguna minoría. Ahora nuestros ídolos de escaño tienen amistades hasta en el infierno, y están dispuestos a arder vivos con tal de sacar adelante una legislatura. El problema añadido es que ardemos toda la nación. Por eso añoro a nuestros clásicos, porque, según define el DRAE este término, «pueden tomarse como modelo para cualquier literatura o arte». Lo demás es incultura e impostura.