Hay que parar el autogolpe de Sánchez
El Gobierno ha cruzado todas las líneas rojas al acusar a la oposición y a los jueces de dar un Golpe de Estado mientras, en realidad, intentan frenar democráticamente el autogolpe impulsado por el Gobierno
En una jornada trágica para la democracia nacida en 1978, el Gobierno de España cruzó todas las líneas rojas con lo que intentó, con lo que logró, con lo que se aplazó y, especialmente, con los modos utilizados en todo ello; alineados claramente en el autoritarismo y al margen del Estado de derecho.
Si grave es intentar colonizar el Tribunal Constitucional y el conjunto del Poder Judicial, algo probable pero aún no definitivo, mucho más lo es hacerlo en fraude de ley y acusando a la oposición de dar un golpe de Estado, comparando su actitud con los hechos vividos en España en 1936 y, ya después de la Transición, en 1981.
«Hace 41 años la derecha ya quiso parar un Pleno y la democracia con tricornios y ahora lo intenta de nuevo con togas (…) La democracia sólo ha estado en peligro con la derecha: en el 36 con un golpe militar, después con Tejero en el 81 y ahora con el PP».
La frase es literal del portavoz socialista, Felipe Sicilia, pero responde a las instrucciones dadas por Pedro Sánchez en persona, amplificadas sin ningún pudor por todos sus ministros y por sus altavoces mediáticos, con una rotundidad que denota su verdadera intención: crear un clima de confrontación sin precedentes en casi medio siglo.
La búsqueda de ese choque de bloques, deudora de la política global de Sánchez de resucitar la España de los dos bandos con infinita negligencia, obedece al doble deseo de camuflar su ataque directo a los cimientos de la Constitución y, a la vez, movilizar al electorado propio ante una previsible debacle en las urnas, pronosticada por todos los sondeos.
Porque quien está en una inquietante deriva totalitaria es Sánchez, y no quien intente frenar sus abusos recurriendo a las instancias constitucionales que deben resolver el dilema.
Su intento de modificar los cauces legales para renovar el Constitucional y el Poder Judicial, con un procedimiento de urgencia incluido en una enmienda ajena a la materia y sin control alguno ni participación de nadie; se parece inquietantemente al desafío planteado por Pedro Castillo en Perú al disolver el Congreso.
Intentar justificarlo con el supuesto bloqueo de la renovación de los órganos judiciales es falso e infame, pues en el caso de que eso fuera cierto la solución nunca sería arramblar impunemente con la separación de poderes para, a continuación, allanar el camino a nuevas tropelías contrarias a la letra y al espíritu de la Constitución.
Porque si las trampas utilizadas por Sánchez son fraudulentas y el relato frentista que lo acompaña es guerracivilista, los objetivos de todo ello junto son insoportables: modificar la Constitución vía hechos consumados, por la puerta de atrás, para añadir nuevas humillaciones a España como lo son la derogación del delito de sedición, las rebajas en el de malversación y los indultos.
Todo indica que el siguiente paso, si se logra adaptar la legislación por la fuerza al plan político de Sánchez y de sus socios, será avalar el inexistente derecho a la autodeterminación en Cataluña o el País Vasco, reconociendo una consulta como paso previo a la celebración de un verdadero referéndum.
Que ante ese cúmulo de abusos y fraudes se pretenda convertir la petición de amparo al Constitucional es un acto de golpismo y que, además, se intente someter en tiempo real al órgano de garantías constitucionales, cierra un paisaje desolador para la democracia y coloca a España en una situación inédita desde 1978.
Porque lo que estamos viendo es un auténtico autogolpe, maquillado de una legalidad artificial y presentado como una respuesta a un inexistente desafío a la democracia de jueces, partidos o medios de comunicación que, en realidad, intentan evitar una agresión sin precedentes.
Esto debe parar, con urgencia, antes de que los daños sean irreparables y se culmine un ataque inédito a los pilares de la convivencia en España, perpetrado insólitamente desde el propio Gobierno, primer garante de la legalidad pero, en la práctica, su mayor enemigo en este momento.