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Editorial

Echar a la Guardia Civil es denigrar a España

Las concesiones del Gobierno a sus socios separatistas alcanzan un punto de difícil retorno con una expulsión de un símbolo nacional tan apreciado

Actualizada 08:46

Desde que el pasado mes de diciembre Sánchez le aceptara a Bildu el destierro de la Guardia Civil de las carreteras de Navarra, con la expulsión de sus unidades de Tráfico entre eufemismos administrativos indecentes, todo ha seguido por el mismo camino en la Comunidad Foral y, también, en el País Vasco y Cataluña.

Que el partido heredero de Batasuna, encabezado por el mismo líder abertzale y copado por la formación filoetarra Sortu, convirtiera esa exigencia en innegociable para aprobarle al Gobierno los Presupuestos Generales del Estado, despeja toda duda al respecto de las intenciones de unos y la aquiescencia de otros.

No es una reorganización de servicios, como se ha pretendido hacer creer con nulo respeto a la inteligencia de la ciudadanía, sino un desmantelamiento en toda regla del cuerpo quizá más unido simbólicamente a la propia identidad de España, que es lo que se quiere borrar.

De Navarra se ha saltado al País Vasco y a Cataluña, retirando de la actividad a distintas unidades, como ha revelado El Debate, con el mismo objetivo: atender el chantaje de los separatistas, del cual depende la supervivencia de Sánchez. No hay más.

La aceptación de que en adelante esas competencias las ejerzan las distintas policías autonómicas no es, como pretenden los inductores de la medida, un acto rutinario que en el pasado incluso se aceptó con Aznar y el PP en la Moncloa: en aquellos casos la sintonía con los Gobiernos autonómicos era enorme, ninguna decisión operativa obedecía al afán nacionalista de progresar en una ruptura con España y, desde luego, no consolidaba un proyecto identitario excluyente.

Que Sánchez ceda también en esto no es sorprendente, pero sí muy triste. Del presidente cabría esperar, más que de nadie, una defensa cerrada de la integridad institucional, moral y simbólica del país que dirige, sometido al zarandeo nacionalista por sus necesidades políticas personales.

Porque el desalojo de la Guardia Civil, emblema de la resistencia al horror terrorista durante décadas, corona una cadena de rendiciones que comenzó con la transferencia de las competencias penitenciarias al País Vasco; el traslado subrepticio allí de condenados, la concesión del régimen de semilibertad y, finalmente, el adiós a la Benemérita, tal y como ha demostrado este periódico en sucesivas investigaciones.

El refuerzo de los planes nacionalistas, que han tenido siempre en la diana a los Cuerpos de Seguridad, unas veces con violencia y otras con presión callejera, será uno de los peores legados de Sánchez, justificado en una inexistente apuesta por la convivencia que solo merece el calificativo de falacia.

Porque si el independentismo ha reducido las respuestas unilaterales no es por una aceptación del marco constitucional, sino por explotar al máximo las cesiones negligentes de un Gobierno sometido a su voluntad. Y cuando eso cambie y en la Moncloa haya alguien más adecuado para el cargo, podrá reforzar su desafío con más herramientas y legitimidad que nunca: las que le ha dado Sánchez, responsable de un deterioro que de no corregirse pronto será irreversible.

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