No se puede ser presidente por Puigdemont, Otegi y Junqueras
Ningún país serio pondría en manos de un prófugo, un condenado y un exterrorista la existencia y estabilidad de un Gobierno.
Con una falta de pudor incompatible con la liturgia democrática, Pedro Sánchez avanza desde su retiro vacacional en la cadena de pactos, a cuál más bochornoso, que le llevarán probablemente a una nueva investidura como presidente de un país que, gracias a él, será ingobernable.
Las formas desplegadas por el líder socialista desde el 23 de julio son el indicio más espantoso de lo que saldrá de ese cúmulo de contactos, más propios de un mercadeo impúdico que un diálogo político indecente.
Porque nada bueno puede salir de un proceso que arrancó con la ausencia de felicitación al ganador de los comicios, un hecho sin precedentes desde la Transición, y la arrogancia de un dirigente derrotado en las urnas que, sin embargo, está dispuesto a conservar su posición pagando a cambio el precio que le impongan.
Porque, por mucho que una ve más la izquierda española y su poderoso aparato mediático intenten disimularlo, Sánchez solo puede ser presidente y conformar Gobierno si se lo permiten los partidos cuya razón de ser es, sin ambages, la destrucción del orden constitucional.
A nadie con un sentido de la responsabilidad elemental se le ocurriría hacer lo que Sánchez ya está haciendo, desde su obsceno retiro vacacional en un palacio en Canarias: nada menos que negociar su investidura con dos políticos fugados, Marta Rovira y Carles Puigdemont de ERC y Junts respectivamente; otro más condenado en su día por terrorismo, Arnaldo Otegi, y uno como el PNV definido por sus cambalaches al mejor postor.
Si a todo ello se le añade la condición de plataforma antisistema de Sumar, compuesta por una miríada de partidos radicales, la conclusión no puede ser más desoladora: España va a padecer, muy probablemente, el Gobierno más inestable de su historia, caracterizado por la influencia imprescindible de todos aquellos actores políticos cuya razón de ser es la ruptura y la demolición del edificio constitucional.
Que la ambición de Pedro Sánchez esté por encima de los intereses nacionales no es una sorpresa. Pero que ahora vaya a visualizarse con más estrépito que nunca presagia concesiones sin precedentes y transforma al mayor dique de contención de los abusos, que es un Gobierno sensato, en su principal trampolín.
En condiciones normales, a nadie se le ocurriría deberle la Presidencia a un prófugo, un condenado y un exterrorista, pero la España de Sánchez dejó de respetar las líneas rojas hace mucho tiempo para legitimarse a sí misma y, de paso, caricaturizar a la oposición y a quienes votan distinto.
Porque España no tiene un problema con la ultraderecha, el fantasma ficticio que agita el PSOE para desviar la atención, pero sí lo tiene con la izquierda radical y el separatismo.
Porque lejos de quedar aislados por los imprescindibles pactos de los dos grandes partidos con visión de Estado, van a tener un poder sin precedentes por mor de un político indeseable y capaz de todo con tal de saciar su codicia.
Si al final ésta es la conclusión y Sánchez logra su investidura con esas compañías, solo cabe esperar que la potente oposición que han dejado las urnas ejerza como tal, sin darse un respiro a sí mismas y sin dárselo al caótico Gobierno de enemigos de España que el líder socialista, desgraciadamente, está dispuesto a encabezar.