Caos, desvergüenza y deterioro
Sánchez ha perdido toda la compostura y, para sobrevivir maltrecho, negocia ya con un prófugo en el extranjero
Nunca en la historia de España un Gobierno había cometido en apenas una semana tantos excesos, errores, tropelías y negligencias como el de Pedro Sánchez, deudor desde el primer momento de los insoportables peajes que le permitieron conservar el poder, pese a su derrota electoral.
Todo lo que ha ocurrido desde que Sánchez logró su investidura y conformó Gobierno es consecuencia de la inaceptable fórmula que aceptó para conservar la Presidencia: una coalición con una plataforma de partidos antisistema, encabezada por Yolanda Díaz y en la misma tradición que Podemos y las distintas «mareas» de funesta presencia en España desde 2015; y una asociación espuria con todas las formaciones separatistas.
Con esos mimbres es imposible gobernar un país, pues la base de cualquier proyecto razonable ha de ser la coincidencia en una propuesta reconocible, homogénea y aceptada por todos sus impulsores. Aquí, contraviniendo la lógica más elemental, se ha armado una mayoría artificial sobre la premisa antagónica: solo ha habido acuerdo para impulsar los planes de cada una de las partes, incompatibles con las necesidades de un país sometido al desvarío de un presidente intervenido por sus mayores enemigos.
La reacción a tanto abuso del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, capaces de repudiar al Fiscal General del Estado o de anular el nombramiento de una socialista sin currículo para el Consejo de Estado, dignifican su misión y dan una esperanza a quienes creen, con razón, que solo desde la democracia y con su separación de poderes puede frenarse la deriva autocrática de Sánchez.
Y la tutela que Europa ha asumido de la Ley de Amnistía, por mucho que el Gobierno la infravalore, añade otro contrapunto imprescindible al caos desatado en unos días por Sánchez y sus aliados, rematado por dos comportamientos simplemente intolerables.
La agresión a Israel, en medio de una frágil tregua ya quebrada por el terrorismo de Hamás, traslada al terreno internacional los despropósitos domésticos cotidianos y daña, de manera grave, la reputación de España ante Europa, los Estados Unidos e incluso la comunidad árabe más razonable.
Y la aceptación de una negociación con Puigdemont en Suiza, con una agenda desconocida, sin ninguna rendición pública de cuentas y con la inaceptable participación de mediadores internacionales expertos en conflictos bélicos; avala la tesis de que Sánchez está dispuesto a humillar a España para no perder el respaldo tóxico de un prófugo de la Justicia cuyo único interés en apoyarle reside en la certeza de que así le hará cómplice de sus tropelías.
Todo ello dibuja una situación de auténtica excepcionalidad democrática frente a la que hay que mantener toda la contundencia institucional, la protesta pacífica de la ciudadanía y la réplica sin ambages de los poderes que aún no se han sometido al Gobierno. Porque Sánchez puede ser rehén de quien quiera, pero no puede esperar que la democracia se deje secuestrar también para colmar sus tristes aspiraciones de supervivencia.