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Lingüística misionera

En 1559 había en Nueva España más de 800 frailes de las citadas órdenes y desde el principio, ya durante el siglo XVI, comprendieron la necesidad absoluta de aprender las lenguas aborígenes para hacer más eficaz la instrucción religiosa

Actualizada 01:34

El debate sobre la conquista y colonización de América por parte de España se ha recrudecido últimamente y salta con frecuencia a los medios. Brindan la ocasión eventos variados: la celebración de algún centenario de la independencia, declaraciones de algún líder político, alguna nueva publicación… Y, como telón de fondo, la rampante cultura de la «cancelación».

Los argumentos, a favor o en contra de la actuación española, son de variado tipo y consistencia. No suele formar parte del argumentario, sin embargo, un fenómeno de gran importancia para la comprensión de los más de tres siglos de presencia española en América y de su mestizaje cultural. Me refiero a la actividad que se suele denominar lingüística misionera, un capítulo de creciente importancia en la historia que tiene como metrópoli España. Por Lingüística Misionera se entiende el conjunto de obras, escritas por misioneros, sobre lenguas indígenas o bien en estas lenguas, textos destinados a la evangelización de los habitantes de las tierras descubiertas. Se trata de gramáticas o léxicos, catecismos, tratados doctrinales, «confesionarios», destinados a facilitar la labor pastoral.

Desde hace ya decenios, dos destacados investigadores, Hans-Josef Niederehe, de la Universidad de Tréveris, y Miguel Ángel Esparza, de la Universidad Rey Juan Carlos, lingüistas ambos, vienen recogiendo y analizando esos trabajos de los misioneros españoles. El resultado es una voluminosa base de datos, conocida por la sigla BICRES, a disposición de la comunidad científica internacional.

De acuerdo con los datos recopilados, los misioneros españoles codificaron un total de 172 lenguas repartidas por todo el mundo, desde América hasta Oceanía. Las lenguas con mayor número de registros bibliográficos son las conocidas como «lenguas generales», es decir, aquellas que se encontraron establecidas como vehículo de comunicación en los territorios de América: náhuatl, quechua, cachiquel, aimara, purépecha y guaraní. En Filipinas las lenguas más trabajadas fueron el tagalo, el cebuano y el iloko.

Evangelización

Paula Andrade

América es, con mucho, obviamente, el área geográfica que cuenta con el mayor número de lenguas descritas o utilizadas como vehículo catequético. La zona que más destaca corresponde a los actuales México y Guatemala, Perú, Colombia, Bolivia y Argentina. Y en el continente asiático, Filipinas es el área donde más trabajos se llevaron a cabo. En suma, la labor de los misioneros lingüistas, con cerca de 2000 documentos, constituye un vasto trabajo filológico, llevado a cabo entre los siglos XVI y XIX, que no suele valorarse en los tratados de historia. Cierto que también se produjo lingüística misionera desde el inglés, francés, italiano y alemán. Sin embargo, la mayor aportación se produce en el ámbito hispánico.

Nada tiene de extraño el fenómeno citado si se tiene en cuenta el enorme esfuerzo español y el compromiso de la Corona, con el apoyo de Roma, por evangelizar a los pueblos del Nuevo Mundo. Ya en su viaje de 1493 llevó Colón consigo a cinco frailes. Y años después llegaría fray Bartolomé de las Casas, el «apóstol de los indios». Fueron las órdenes religiosas –y no el clero secular– quienes tuvieron el protagonismo de la evangelización de los nativos: franciscanos, dominicos y agustinos desde muy pronto. En 1559 había en Nueva España más de 800 frailes de las citadas órdenes, que fundaron conventos y construyeron iglesias, escuelas y universidades. Y desde el principio, ya durante el siglo XVI, comprendieron la necesidad absoluta de aprender las lenguas aborígenes para hacer más eficaz la instrucción religiosa.

Los ingleses, como se sabe, e independientemente del mayor o menor espíritu evangelizador, contaban con muchos menos medios a este respecto. De entrada, la instauración de la Reforma en Inglaterra supuso la desaparición de las órdenes religiosas. Como escribe John Elliott, «no había un cuadro de evangelizadores militantes en la metrópoli dispuesto a aceptar el reto de convertir a la fe a los pueblos de Norteamérica». Por otra parte, y a diferencia de los frailes españoles, la tarea de los pastores anglicanos se centraba en la atención de las propias comunidades de colonos. Contrasta, pues, el planteamiento «inclusivo», en relación con los indios, en la América española, frente al «exclusivo» de la británica. Los indios de esta fueron relegados a los márgenes o expulsados de las sociedades coloniales.

Los historiadores aspiran a diseñar una visión de conjunto de la «epopeya de la gran América», que sintetice los rasgos comunes a la América británica y a la América hispana. Sin embargo, como ha escrito el propio Elliott, ese desiderátum «parece más inalcanzable con cada nueva monografía y cada año que pasa». También a este respecto, como hizo notar Ronald Syme, «las colonias españolas e inglesas ofrecen contrastes obvios»; y planteaba el reto de investigar las «divergentes fortunas» de uno y otro proceso de colonización. La evangelización, desde luego, con el riquísimo corpus de lingüística empírica, nos permite apreciar un contraste evidente entre ambos tipos de presencia en América.

Una de las razones que guiaron a los descubridores y conquistadores de la monarquía hispánica fue, como dejo apuntado, de carácter religioso, sin descartar, por supuesto, el anhelo de fama o el deseo de riqueza. Y, desde luego, fueron razones de carácter teológico y moral las que desencadenaron en la metrópoli una serie de reflexiones intelectuales, nunca antes planteadas, que condujeron a la renovación del derecho natural y a algunas innovaciones en la legislación internacional. La Universidad de Salamanca tuvo gran protagonismo en este aspecto.

  • Manuel Casado Velarde es catedrático emérito de la Universidad de Navarra y académico correspondiente de la Real Academia Española
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