Ocaso de la natividad
Es hora de rechazar los valores hedonistas de 1968, que nos están llevando a un callejón sin salida. En lugar del culto al ego, restablezcamos el culto al Niño
Para los cristianos, la Navidad es el momento de la irrupción de la salvación en la historia. Pero, admitámoslo, vivimos en una sociedad secularizada en la que muy pocos –ni siquiera entre los católicos– sabrían responder a la pregunta «¿de qué nos salvó Cristo?». El atractivo universal, metacristiano, de la Navidad está relacionado con su simbolismo familiar y natalicio. ¡Ha nacido un niño! Sus padres se inclinan ante el milagro de la vida humana renovada, dispuestos a protegerla con todas sus fuerzas, sacrificando su bienestar individual. El portal de Belén es un espacio infantocéntrico, con los adultos postrados ante el Niño. Todo hogar sano lo es.
Pero la natividad está en vías de desaparición: en España nacen cada vez menos bebés; y, de los que nacen, cada vez son menos los que gozarán hasta la mayoría de edad del entorno protector de un hogar intacto formado por su padre y su madre. Se han publicado las cifras demográficas definitivas de 2020: 340.635 nacimientos, récord negativo absoluto desde que hay datos (en la década de 1860, con una población tres veces inferior, nacían en España unos 600.000 niños al año). Y los nacidos de madre española fueron 244.686. La fecundidad de las españolas es ya inferior a 1'2 hijos/mujer: estamos un 45 por ciento por debajo del recambio generacional (2'1 hijos/mujer).
El saldo nacimientos/muertes es negativo para la población española autóctona desde hace diez años, y para la población residente desde hace siete. En 2020 las muertes de españoles autóctonos superaron en 223.000 a los nacimientos. Es decir, la infranatalidad nos infligió en sólo un año un daño demográfico equivalente a tres epidemias de covid, o a casi una Guerra Civil 1936-39 (270.000 muertos).
La sangría es más dramática en unas regiones que otras (aunque se produce en todas). En la provincia de Zamora se registraron en 2020 4'7 muertes por cada nacimiento de españoles autóctonos (4'2 en la población residente). En Orense, 4'3. En doce provincias, las muertes más que triplican a los nacimientos. En el conjunto de España se produjeron 1'9 muertes de españoles autóctonos por cada nacimiento.
El suicidio demográfico es nacional, aunque progrese más rápido en unos territorios que en otros. El consenso progre, sin embargo, ha encontrado en «la España vaciada» un McGuffin que permite desviar la atención del problema de la infranatalidad. Este Gobierno ha aprobado una Estrategia Nacional de Reto Demográfico: en sus decenas de páginas ni aparecen las palabras «natalidad», «familia», «padres»… Se formula la cuestión demográfica como un problema de distribución territorial de la población, de éxodo rural y huida de los jóvenes a las grandes ciudades. Y se la pretende solucionar con medidas como la extensión del Internet de banda ancha a las provincias despobladas o los incentivos al emprendimiento. Cualquier cosa antes que promover –o siquiera mencionar– la natalidad.
La renuncia a la transmisión de la vida es el desafío más grave que tiene planteado España. Nos aboca a medio plazo a la insostenibilidad del estado del bienestar –¿quién pagará las pensiones cuando se jubile la nutridísima generación «boomer», nacida entre 1950 y 1975?– y a largo plazo a la extinción. La inmigración masiva no será la solución: el inmigrante promedio tiene escasa cualificación profesional, está en el paro o percibe salarios bajos, y consume en cambio muchos servicios sociales (eso sin hablar del fracaso en la integración de la inmigración islámica, constatable a nivel europeo).
Se huye de la verdad con todo tipo de subterfugios. «Se debe a la precariedad laboral». Pero, entonces, ¿por qué los funcionarios tienen tan pocos hijos como los demás? «Se debe a los bajos sueldos». Pero, ¿cómo pudieron nuestros padres y abuelos tener el triple de hijos con una renta varias veces inferior? ¿Y por qué en las prósperas Suiza o Alemania es la fecundidad casi tan baja como en España?
Las causas principales son otras, pero explicitarlas implica poner en cuestión el modo de vida adoptado por Occidente desde la revolución moral-sexual de los 60/70. La primera es la crisis de la familia: la pareja de hecho ha sustituido al matrimonio como pauta de asociación sexual (la nupcialidad se ha hundido un 40 por ciento en 25 años); los vínculos amorosos son mucho más volátiles que antes, y por tanto más improbable que una mujer adopte la decisión de engendrar un hijo que puede terminar teniendo que criar sola. La pareja «definitiva», de haberla, se encuentra a los treinta y tantos, demasiado tarde para una paternidad prolífica. Sólo podremos ganar natalidad si recuperamos el matrimonio como institución e ideal vital.
El feminismo ha hecho estragos: concibe la maternidad como servidumbre de la mujer a la especie (Simone de Beauvoir) e incita a las féminas, no a construir un hogar sólido con el hombre, sino a liberarse de y competir con él (obsesión por los «techos de cristal» y la «brecha de género»). Por mil vías –escuela, Universidad, propaganda política, medios, etc.– las jóvenes occidentales son incitadas, no a transmitir la vida y construir una familia, sino a realizarse autónomamente en lo profesional, lo sexual, lo económico… En el Foro Europeo por la Vida celebrado en Madrid hace una semana, la ministra polaca de Familia explicó que el principal enemigo de la familia era el «workism», el éxito profesional como valor supremo.
La buena noticia es que Hungría y Polonia han demostrado que las políticas natalistas pueden funcionar: ambos han conseguido elevar la tasa de natalidad y reducir la de abortos y divorcios. Pasan por la promoción del matrimonio, las campañas de concienciación sobre el invierno demográfico, una fiscalidad pro-familia seria, préstamos a los matrimonios jóvenes para facilitar la adquisición de vivienda (con exoneración de parte o la totalidad del pago en función del número de hijos que se tengan), fin del adoctrinamiento feminista y de la educación sexual corruptora en las escuelas, medidas de conciliación familia-trabajo…
Occidente perdió el rumbo a finales de los 60 (miren las curvas históricas de natalidad y de solidez familiar). Es hora de rechazar los valores hedonistas de 1968, que nos están llevando a un callejón sin salida. En lugar del culto al ego, restablezcamos el culto al Niño.
- Francisco J. Contreras es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla