Esperanza política
Carecemos de personalidades políticas dispuestas a fascinar por sus enfoques esperanzados, alejados de pendencias y demás estupideces. Nos hacen falta también criterios que apunten a una forma distinta de ver las cosas, que provoquen en los votantes el anhelo de avanzar hacia unas naciones soñadas
Cuando lees lo último de Byun-Chul Han sobre la esperanza, te asalta de inmediato una duda: ¿hay algún candidato, partido, propuesta o ideario político que despierte en nuestras sociedades una ilusión compartida hacia un futuro mejor? Hablo en plural, porque el panorama es aciago en cualquier lugar del mundo al que mires. De vez en cuando surgen sorpresas, como la feliz protagonizada por el primer ministro británico cantándole las cuarenta al sátrapa chino, preguntándole a la cara por los derechos humanos en su país, o las amenazas bélicas a su entorno. Pero, excepciones al margen, es difícil encontrar líderes o planteamientos capaces de avivar en el electorado los deseos de un mañana nuevo, de un renacimiento en toda regla.
Han toca de refilón este asunto, apuntando a que el resentimiento y el odio empujan a la gente a adherirse a los populismos de derechas. Y a los de izquierdas, se le olvida decir. Lleva razón cuando sostiene que estas corrientes acostumbran a absolutizar su opinión y han dejado hace tiempo de escuchar a los demás, lo que las aleja de la condición ciudadana más elemental, caracterizada justo por lo contrario. De todas formas, este mal es predicable hoy de la clase política en su conjunto, que ha renunciado a encandilar con sus discursos y vive inmersa en esa dinámica del «y tú más» infantil y deshonesta.
La desesperanza política comparte espacio con el miedo, que siempre ha sido un eficaz instrumento de dominio para el poder. Donde las personas viven atemorizadas es fácil la manipulación. Y la ausencia de libertad, porque en un clima así desaparece la capacidad de expresar lo que uno piensa, para eludir la inevitable represión, de mayor o menor intensidad. El miedoso suele someterse al que manda.
Si el miedo se refiere a un mal por llegar, la esperanza se define por el buen porvenir, afirmaba Heidegger. De ahí que nunca el desasosiego instalado en un pueblo haya servido para alumbrar caminos nuevos. Sobrevivimos angustiados por amenazas de lo más variado, desde las medioambientales a las sanitarias, pasando por las bélicas o las económicas. Y muchas son propagadas irresponsablemente desde los gobiernos, como esa cretina de que el cambio climático mata. En una atmósfera de este tipo resulta inviable cualquier atisbo de esperanza, que es el fermento más poderoso que se ha podido concebir para alcanzar un destino diferente y mejor.
Carecemos de personalidades políticas dispuestas a fascinar por sus enfoques esperanzados, alejados de pendencias y demás estupideces. Nos hacen falta también criterios que apunten a una forma distinta de ver las cosas, que provoquen en los votantes el anhelo de avanzar hacia unas naciones soñadas. Hemos renunciado a esa esperanza política con mayúsculas, la que merece la pena, y somos incapaces de vislumbrar democracias sin las absurdas luchas sin cuartel entre oponentes, en las que los intereses reales del país acostumbran a brillar por su ausencia.
El potencial que encierra la esperanza es inconmensurable. El propio Han escribe que ya no hay revoluciones porque no hay esperanzas, sino miedos. La esperanza mira en política hacia el nacimiento de lo nuevo, apunta al comienzo de rutas que respondan a un proyecto ilusionante de país, aglutinando a la mayoría en torno a ese magno objetivo. Las sociedades que han conseguido triunfar lo han hecho a lomos de esa esperanza colectiva, cuya mecha toca encender a los que tienen responsabilidades públicas.
Con todo, atravesamos momentos bastante propicios para que ese espíritu esperanzado arraigue. Cuando más profunda es la desesperación social, más intensa es la esperanza, considera con acierto el pensador alemán de origen surcoreano. De ahí que los electorados en cualquier parte del planeta estén ansiosos porque pronto llegue alguien a tratar de cambiar el tono gris en el que malviven por un radiante color verde, infundiendo ánimos que inviten a levantarse, descubriendo posibilidades imposibles de detectar sin esa esperanza que convierte en innecesarios los pronósticos, porque quién es esperanzado cree contra toda probabilidad.
Merecemos contar con escenarios políticos ilusionantes. En los que se piense en grande. Y que nos ayuden a imaginar un tiempo venidero esplendoroso, del que nos sentamos concernidos y orgullosos. Pero cualquier parecido de ese loable horizonte con la cruda realidad provoca auténtica melancolía.
- Javier Junceda es jurista y escritor