Corruptos sin fronteras
De las reglas del derecho internacional basadas en criterios de decencia reconocidos en todo el planeta, hemos pasado a una 'realpolitik' en la que el respeto y el beneficio mutuo entre países autocráticos y liberales, la «soberanía» de unos y otros y la denominada «multipolaridad» se han convertido en fundamento del nuevo orden mundial
Anne Applebaum dedica su último libro a los optimistas, quizá para compensar el negro panorama que pinta. Se centra en el crecimiento imparable de aquellos gobiernos en los que prima el interés por el enriquecimiento de sus dirigentes a costa de los bienes públicos, una tendencia extendida por regímenes totalitarios y otros que hasta ahora creíamos democráticos. El orden liberal se las debe ver hoy con la amenaza de monumentales sumas de dinero procedentes de sistemas autocráticos, que ya controlan en torno al diez por ciento del PIB global, cifra parecida a la que mueve el idioma español en el mundo.

En lugar de contagiar con sus valores tradicionales ligados a las libertades, los principios Occidentales son considerados como pura «contaminación espiritual» en un número creciente de tiranías, empeñadas en comer el coco a sus ciudadanos insistiendo en la degradación que carcome a las sociedades libres frente a las suyas. Ellos pueden ser chorizos, pero los demás también. Sus líderes pueden no agradar del todo, pero los otros son peores. Y ellos pueden ser imperfectos, pero las democracias clásicas están corrompidas hasta las cachas.
Esa «Autocracia S.A». que describe Applebaum despliega sus tentáculos por doquier. Desde permear las economías en poniente hasta influir en sus formas de informarse o desinformarse, ahora tan sensibles a lo digital. Incluso han podido invertir en activos inmobiliarios del actual inquilino de la Casa Blanca, según afirma la Pulitzer norteamericana. Por más que los mecanismos antiblanqueo lo traten de dificultar, las sofisticadas redes transnacionales urdidas por este totalitarismo plutocrático penetran a diario en bolsas y mercados financieros, dominando sectores estratégicos enteros en determinadas regiones, como sucede con la omnipresencia china en África o América.
Y luego están, claro, esos cientos de miles de empresarios occidentales sin escrúpulos a los que les trae sin cuidado que las dictaduras con las que hacen pingües negocios perpetren auténticos oprobios a sus pueblos. Llevamos décadas poniendo la alfombra a renombrados déspotas que recibimos como en Bienvenido Mr. Marshall, sin reparar en las obscenas violaciones de derechos humanos que protagonizan sin mayores pegas de la comunidad universal. Se penaliza en algunos casos el comercio con pequeñas repúblicas totalitarias, como Cuba, pero no se hace lo propio con los gigantes de la cleptocracia, que nos han acabado comprando en buena medida.
De las reglas del derecho internacional basadas en criterios de decencia reconocidos en todo el planeta, hemos pasado a una realpolitik en la que el respeto y el beneficio mutuo entre países autocráticos y liberales, la «soberanía» de unos y otros y la denominada «multipolaridad» se han convertido en fundamento del nuevo orden mundial. Bajo esos patrones, no sorprende que materias clave como el fortalecimiento de los estados de derecho o la expansión de las libertades cedan ante el dinero, tenga vicio de origen o no, porque en la actualidad solo importa el becerro de oro y cualquier otra cosa suena a música celestial.
Lo peor de este lamentable contexto es que no pocas naciones occidentales consideran al maldito parné como único norte de sus actuaciones, pasando olímpicamente de cuestiones éticas. Eso sucede sobre todo en zonas empapadas por la cultura protestante, en las que el capitalismo extremo encaja como anillo al dedo y el latrocinio se ha «democratizado» a marchas forzadas, multiplicando la podredumbre económica, que ha pasado a ser habitual.
Applebaum propone terminar con esta cleptocracia sin fronteras reforzando las herramientas legales y políticas que eviten la circulación de ese inconmensurable capital manchado de iniquidad, combatiendo las campañas de desinformación orquestadas tras ese moderno muro totalitario, apelando a que los demócratas nos unamos frente a un dragón de siete cabezas que solo entiende de monedas y ha dejado hasta de seguir cualquier ideología.
Pero tal vez habría que sumar a esos remedios un poderoso rearme moral de Occidente, asunto que está en la causa de muchos de nuestros males. Hemos de saber redescubrir países abiertos que ofrezcan a sus gentes posibilidades incomparables a las que se sufren bajo las autocracias, siempre a partir de esa ejemplaridad compartida que no ha dejado de marchitarse, ocupando su lugar una penosa codicia materialista incompatible con la integridad que defiende el humanismo cristiano, un insuperable cortafuegos contra coyunturas como la presente.
- Javier Junceda es jurista y escritor