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En Primera LíneaJavier Junceda

Piratas digitales

Me parece que la calidad musical ha podido caer en picado desde que dejó de pagarse por ella. Todo comenzó con aquellas copias caseras de los vinilos en casetes, que luego irían sofisticándose con la llegada de internet hasta alcanzar al masivo pirateo digital

Actualizada 01:30

Mis hijos escuchan la misma música que escuchaba cuando era de su edad. Y yo no lo hacía a sus años con la de mis padres, aunque con el tiempo he comenzado a disfrutar de algunas melodías de su época, especialmente las de los crooners norteamericanos. Las canciones ochenteras no eran todas sobresalientes, pero les gustan a las nuevas generaciones, que también tararean otras con una sonoridad próxima a las que danzan las tribus del Kilimanjaro. La consolidación de emisoras de radio dedicadas a difundir las veinticuatro horas temas del siglo pasado confirma esto que digo, así como la frecuencia con las que las generalistas las reproducen, intercalándolas con las novedades.

Piratas

Lu Tolstova

Me parece que la calidad musical ha podido caer en picado desde que dejó de pagarse por ella. Todo comenzó con aquellas copias caseras de los vinilos en casetes, que luego irían sofisticándose con la llegada de internet hasta alcanzar al masivo pirateo digital a través de páginas concebidas precisamente para eso, inatacables por las herramientas legales tradicionales, al esconderse sus servidores en el infinito y más allá. Aunque las plataformas en las que puede escucharse música gratis abonen una ridícula suma a los titulares de derechos por las descargas que se bajen, ese escenario nada tiene que ver con la adquisición de discos a tocateja de antaño, que dependiendo del volumen de ventas otorgaban al intérprete de turno vistosos reconocimientos de plata, oro o platino. El premio máximo ha pasado de galardonar las ciento sesenta mil copias vendidas a menos de cuarenta mil, lo que corrobora el desplome del mercado musical. Salvo con los conciertos en vivo, esto de la música moderna tiene pinta de haber dejado de ser el gran negocio que fue, tal vez por la absurda gratuidad de sus creaciones, diezmando así su valor artístico.

Algo parecido sucede con la célebre inteligencia artificial, que de artificial tiene lo que yo de pastelero alsaciano, al estar detrás de ella unos humanos que no tienen un pelo de tontos. Llevado por la curiosidad, me dio un buen día por proponer a una empresa proveedora de esta tecnología que elaborara un texto sobre la cuestión de la que me ocupé hace décadas en mi tesis doctoral. Descubrí, con estupor, que me la habían fusilado enterita. Pero no solo la mía, sino la de otros juristas que habían analizado ese mismo asunto. Habían hecho una especie de cóctel con nuestros contenidos, sin citarnos ni liquidarnos el más mísero derecho de autor o tener el detalle de pedirnos permiso para usar nuestra propiedad intelectual. Vamos, como si a un productor de whisky le diera por elaborar y comercializar su blended sin pagar a las distintas destilerías de las que se sirve para confeccionar su botella final.

Lo peor de este penoso panorama es que la normativa comunitaria permite este saqueo de lo que tendría que estar cerrado bajo siete llaves. Al tratarse de trabajos científicos, su acceso es libre para esta inteligencia artificial generativa, que habría de rebautizarse ya como degenerativa por lo mucho que degrada algo tan respetable como la autoría de unas obras.

Por descontado que quienes tienen vocación investigadora acostumbran a abordar sus estudios con la misma profundidad, perciban remuneración económica o no por sus aportes. Pero lo que no tiene un pase es que esos esfuerzos acaben convertidos en materia prima de quienes se forran con ellos, sin haber pasado por caja ni tan siquiera mencionar de dónde sale su información. Así, cualquiera hace negocios.

En Alemania, su Consejo Cultural federal ha emplazado a su parlamento y a la Unión Europea a abordar con urgencia la mejora de la protección de los derechos de autor por la inteligencia artificial, proponiendo que sus titulares perciban parte de los multimillonarios ingresos generados por esas corporaciones internacionales de filibusteros que lideran estas aplicaciones, o una justa compensación por ellos. Qué menos.

El legítimo ánimo de lucro es un inigualable motor para cualquier innovación, sea plástica, literaria, musical, o científica. Sin esa poderosa levadura no suele haber notables avances o éxitos perdurables, porque las cosas cuestan lo que valen y nada es gratis en esta vida, como es obvio. Todo tiene un precio, salvo para estos miserables piratas digitales.

  • Javier Junceda es jurista y escritor
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