Navidad, mi profunda Navidad
Debemos considerar que tenemos pendiente la asignatura de poder con nuestra pequeña ayuda conseguir que cada vez más niños de los millones que viven en la miseria sin haber tenido jamás un regalo ni haber podido reír de alegría, sean capaces por un instante de sentir la felicidad en sus corazones.
Tengo que empezar declarándome profundamente cristiano por lo que mis reflexiones y sentimientos de hoy se refieren a esa condición con todo lo que representan estas fechas de Adviento.

Por ello no puedo hoy dejar de evocar aquellas creencias y tradiciones que ayudaron a dar sentido a mi niñez y que, ahora en una madurez ya avanzada, cobran mayor relevancia pues constituyen un mundo irrepetible, máxime cuando vemos a nuestro alrededor tanta desgracia y tanta miseria en niños condenados a no saber nunca qué es la ilusión o la fantasía.
Es como una tregua a los conflictos, que por unos días el mundo deja libre su imaginación, mira a los niños a la cara y es más fácil dar que tomar. Después, el telón baja y la realidad se impone de nuevo. Se acabó el festín de los sueños.
Con la llegada del Adviento cristiano los primeros días de diciembre , se respiraba un clima de expectación y alegría. Clima de abrigo y de bufanda, incluso con un poco de suerte algunos copos de nieve que caían para darle a nuestros pueblos y ciudades aquella dosis de irrealidad festiva y complaciente que alienta el espíritu. Los trineos de Santa Claus y los camellos de los reyes de Oriente viajaban a la misma velocidad, lentamente, los días de espera se hacían largos pues los reyes parecían tener un destino que ya era un rito con el viaje hasta Belén y de allí a nuestras casas, mientras Santa Claus corría por el mundo. Después todos desaparecían de la escena.
En mi casa, ya los primeros días de diciembre empezaba la gran expectación. De pronto, sonaba el timbre de la puerta y al abrirla aparecía en la alfombrilla «el Tió». Se producía en mí una emoción incontenible al ver aquel tronco de árbol pequeño agujereado en su centro y con dos simples motas rojas en uno de sus lados para establecer donde tenía el rostro. La aparición mágica del Tió lo cambiaba todo, era como el disparo de salida, tan sobrenatural y emocionante que todo mi mundo interior se veía alterado. Después, a lo largo de mi vida, he visto toda clase de «tiós», algunos de aspecto grotesco, trozos de madera con patas y con su mantita a cuadros como si fueran perritos falderos confundiendo la nobleza de un leño con el esperpento. Para mí no hay tió más verdadero que aquel de mi infancia, cuando aparecía en la puerta de casa para que mi imaginación hiciera el resto.
Situábamos el tió próximo al radiador de calefacción para preservarlo del frío y para ello la familia le dejaba un plato con frutas varias y hortalizas para que comiera. Para mi gran sorpresa el tronco devoraba el plato rápidamente, al pasar de nuevo por allí ya no quedaba nada, señal de su estupenda salud. Como es de suponer el trasiego en la casa era notable con unos poniendo más comida y otros llevándosela en mis momentos de ausencia y distracción hasta que llegaba el día 24, cuando tenía lugar el gran momento. La «cagada del tió» consistía en una simple ceremonia familiar con los niños amigos en la que nuestro personaje invitado a la casa se disponía a «cagar» todo tipo de golosinas.
Nos situábamos en fila india y armados con unos bastones largos para nuestra estatura para golpear con ellos y todas nuestras fuerzas el tronco del «tió» y que fuera desprendiéndose de los frutos de todo cuanto había tragado en los días anteriores. La ceremonia se abría con un recorrido bailando y saltando en fila por todas las estancias de la casa, siguiendo al director de la procesión y orquesta cantando una canción en catalán que nunca olvidaré.
Se hacía coincidir el final de la canción con nuestra llegada al tronco siempre tapado con la manta y ya bien surtido de regalos. Entonces descargábamos nuestros bastones golpeando su lomo hasta que al retirarla aparecían un montón de golosinas que repartíamos como quién regala toda la felicidad y la alegría que puede haber en el mundo. Esa ceremonia se repetía todas las veces posibles mientras el cada vez más exhausto tronco tuviera la capacidad de seguir soltando sus prendas, que lógicamente iban disminuyendo hasta que al final, agotado por el esfuerzo ya no podía dejar más que un carbón dulcísimo después de contribuir a la felicidad de los niños como fin de la ceremonia para nuestro disgusto. Y sin saberse nunca cómo ni por qué el «tió» desaparecía de nuestras vidas, pero no de nuestros sueños, hasta el año siguiente.
Con esa ceremonia daba comienzo la Nochebuena y todas las fiestas que la seguían, siendo tradicional en las familias la cena apetitosa del día veinticuatro y el almuerzo formal al día siguiente, Navidad. En mi casa, se cenaba ligero para después acudir a la iglesia, a otra ceremonia llamada Misa del Gallo que empezaba puntualísimamente a medianoche, con la certeza de que Jesús acababa de nacer y de esa forma quedábamos dispensados de acudir al día siguiente a la Misa de Navidad.
Pero, para los niños, de nuevo era algo extraordinario salir a la calle en invierno, a altas horas de la noche bien abrigados dejando que nuestro aliento se condensara con el frío en forma de un humo expectante.
Así pues, empezaba la Navidad con la familia reunida aunque para nosotros ese día no había regalos pues éstos venían a lomos de camellos guiados por pajes, pero ya sabíamos que el 25 se habían puesto en camino hacia nuestras casas.
Pasaban los días en los que tan solo era interesante y divertido el día llamado de los inocentes, en que la gente se gastaba pequeñas bromas o engaños sobre situaciones o acontecimientos como si hubiera la necesidad de arrancar del año una última sonrisa. Incluso la prensa se divertía con alguna «inocentada» que lógicamente al día siguiente había que desmentir. A los más inocentes se les colgaba con un alfiler un muñequito de papel en la espalda sin que se dieran cuenta, lo cual era una puerilidad sencilla y sin malicia ninguna.
Así se llegaba a la noche de fin de año sin apenas novedades: las cenas de traje, el revellón, las doce campanadas, las uvas, la costumbre de salir y divertirse con una escenografía que tampoco ha cambiado demasiado: confeti, espantasuegras, gorritos de papel dorado y mucho cava. Más que una verdadera fiesta es un decorado, un telón que se levanta por unas horas y desaparece
En mis recuerdos infantiles era el momento de un nuevo y entrañable personaje al que llamábamos l’home dels nassos. Se trataba de un hombre vestido de frac, elegante y misterioso, que se caracterizaba por presentar una enorme y prominente nariz aguileña y colorada a reventar como si estuviera al límite de venas y capilares. También repartía golosinas y pequeños regalos mientras entre los pequeños corría la información de que al hombre le iba creciendo la nariz durante todo el año y por eso el último día esa monstruosidad caía esa noche con las campanadas para volver a empezar el ciclo de crecimiento con el nuevo año.
Los días navideños se cerraban con la traca final de los Reyes Magos y sus luminosas y vistosas cabalgatas organizadas en cada pueblo o ciudad de España. Su aspecto no podía ser más impresionante a la mirada infantil, la riqueza de sus vestidos cubiertos de mágica pedrería, los pajes que los acompañaban, las carrozas, los caramelos, todo ello prometía una experiencia fastuosa. La noche de Reyes costaba muchísimo conciliar el sueño, el corazón se salía del pecho ante la promesa de los regalos.
Debemos considerar que tenemos pendiente la asignatura de poder con nuestra pequeña ayuda conseguir que cada vez más niños de los millones que viven en la miseria sin haber tenido jamás un regalo ni haber podido reír de alegría, sean capaces por un instante de sentir la felicidad en sus corazones.
Esa Navidad me fue transmitida y lo haré con quienes me siguen. La estrella, el pesebre, la divina familia, el niño Dios, la emoción y el amor, los complementos de alegría, las creencias y el mundo cristiano.
A todos FELIZ NAVIDAD.