España necesita el triunfo de la moderación
Sólo se accede a la virtud en el justo medio entre dos excesos (valentía, frente a temeridad o cobardía), es decir, mediante la moderación
El quinquenio de Sánchez y de su Gobierno Frankenstein será recordado por dos elementos altamente tóxicos para la convivencia democrática que abrazamos los españoles con la Constitución de 1978: el intento de resucitar «las dos Españas» enfrentadas; y un intervencionismo gubernamental asfixiante con grave menoscabo del normal funcionamiento de las instituciones del Estado, del equilibrio de poderes y de los espacios de libertad propios de una sociedad democrática.
En su misma concepción y origen el «Gobierno Frankenstein» fue hemipléjico. Quiso representar a media España y enfrentarla a la otra media. Concibió la polarización social y política como el instrumento fundamental para el logro de sus objetivos y para perpetuarse en el poder, con una visión maniquea, que enlazaba con lo peor de la II República. La Ley de Memoria Democrática (2022) es la plasmación de ese diseño. Su pretensión no es otra que deslegitimar la Transición y el «espíritu» que la alimentó: la reconciliación de los españoles con la Corona como garante de una «España de todos los españoles», sin vencedores ni vencidos. Por eso, no es accidental que la ley contara con el concurso de Bildu: los herederos políticos de los máximos enemigos de la Transición, que pretendieron acabar con ella mediante el terror, quedan convertidos en artífices y garantes de la radical revisión de nuestra democracia que representa esa ley. Es una «mutación constitucional» de tal calibre que trastoca los fundamentos de la democracia que nos dimos los españoles.
El segundo elemento tóxico del quinquenio ha sido el sofocante y opresivo intervencionismo del Gobierno con claro abuso de su poder y con reducción de nuestras libertades. De los abusos de poder habría que dedicar páginas enteras simplemente para enumerarlos. Baste señalar la humillación al Parlamento, convirtiendo los decretos leyes en la forma ordinaria de legislar y degradando la vida parlamentaria; el silenciamiento de los altos órganos consultivos del Estado; el quebranto del gobierno de los jueces, conforme a los postulados de nuestra Carta Magna; la merma de la independencia de los órganos constitucionales; el deterioro de elementos básicos de la función pública. Pero, además, el poder gubernamental ha pretendido traspasar el umbral de nuestros hogares. Nos ha dicho qué deberíamos comer y qué no; qué regalos deberíamos hacer a nuestros hijos y nietos; qué costumbres tendríamos que abolir; qué usos habría que condenar; qué decisiones tendrían que adoptar los empresarios; qué hacer con nuestras viviendas; a qué nuevos dogmas se tendría que someter el mundo rural. Proclamando «nuevos derechos» en el fondo lo que se ha hecho es restringir nuestras libertades. Y esta es una de las razones que ha hecho al «Gobierno Frankenstein» tan impopular en amplios sectores. La gente, los españolitos de a pie, quieren sencillamente que les dejen en paz, que el Gobierno no se entrometa en sus vidas y, por eso, muy probablemente, una mayoría quiere pasar página del quinquenio.
Pero la solución no debe ser aplicar «la ley del péndulo». Sería un error inmenso. Porque ello significaría la cristalización de las «dos Españas» enfrentadas. Y eso es lo que menos conviene a España. El bien común de los españoles reclama ahora una recuperación del «espíritu de la Transición», un esfuerzo tenaz por recomponer los consensos quebrados, en volver a un sano funcionamiento de las instituciones democráticas, a ensanchar nuestras libertades «reales». Basta con cumplir escrupulosamente la Constitución y la ley. El programa que hoy necesita España es algo parecido a lo que los «puritanos», aquella facción del partido moderado en tiempos de Isabel II, propugnaban: «Mantener la legalidad constitucional y dotar de moralidad a los negocios públicos». Con este espíritu hay que emprender las reformas que hoy demanda la prosperidad de España, tras quince años de estancamiento y de retroceso de posiciones en Europa.
Decía Benigno Pendás, presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que «la gran apuesta se llama moderación». Es la apuesta que necesita imperiosamente España. En la Ética a Nicómaco, uno de los pilares del pensamiento moral occidental, la moderación es más que una virtud, es la clave de todas las virtudes. Sólo se accede a la virtud en el justo medio entre dos excesos (valentía, frente a temeridad o cobardía), es decir, mediante la moderación. Por eso, éste es el momento de elogiar y reivindicar la moderación, que, desde luego, no es ni tibieza ni apocamiento. Después de tanto exceso tan nocivo para la sociedad española y su convivencia, ejercer la moderación debe ser la guía de la conducta del gobernante que España necesita.
- Eugenio Nasarre es exdiputado a Cortes Generales