España y el diluvio
Ojalá la situación lacerante que vive España sirva para fundar cimientos que permitan restituir el vínculo entre gobernantes y gobernados
Este artículo iba a titularse 'El diluvio' antes de que la tragedia se desatara sobre el cielo de España. Su nombre hacía referencia a una situación política y social insoportable, inspirada en ese periodo dramático de la historia de Polonia, conocido precisamente como El Diluvio, cuando el colapso de las fuerzas internas y las amenazas externas llevaron a la nación polaca al borde de la desaparición. Luego, se oscurecieron los cielos y se desató la tragedia sobre el Levante español.
La tragedia inimaginable que hemos contemplado esta última semana y el dolor resultante ponen en evidencia una política fallida, ensimismada y carente de moralidad. Nos plantea una serie de preguntas –sencillas pero fundamentales– sobre la última semana en España. El panorama no puede ser más desolador: ¿Cómo es posible que, durante horas o incluso días, la respuesta del gobierno central ante las trágicas inundaciones en Valencia haya sido mínima, cicatera, tibia e ineficaz? ¿Ha tenido que ver en todo esto la abyecta coalición en la que se sustenta, cuyos cálculos políticos, quizás inconscientes de la magnitud del desastre, buscaban simplemente comprometer al contrario y evitar una foto que dignificase a las Fuerzas Armadas?
Cabe recordar lo que la reina María Victoria, esposa de Amadeo de Saboya, le espetó a Ruiz Zorrilla cuando, justificando algún dislate político en la España del Sexenio Democrático, afirmó con cinismo: «Estas son las cosas que tiene la democracia». La reina le respondió: «No se equivoque, esto que ustedes tienen aquí no es democracia, es chusma».
La realidad es que, si no fuera por la valiente y digna actitud de los Reyes de España en Paiporta, lo único que nos quedaría sería la constatación final de que lo que tenemos al mando no es digno, sino del calificativo de chusma, miserable y vacilante. No es el momento de determinar responsabilidades, pero habrá que hacerlo pronto. Sea como fuere, el balance resulta lacerante para el gobierno y para toda una clase dirigente. Y llegado el momento, serán necesarias consecuencias políticas al máximo nivel, dado que —casi todos los implicados— han estado en las antípodas de cualquier mínimo aceptable en su desempeño, tanto en lo referente a la gestión eficaz de la crisis como en la inexcusable actitud personal hacia quienes sufren.
En un plazo más amplio, cabe preguntarse sobre la eficacia de una estructura política que, durante días de grotesco enfrentamiento competencial entre administraciones, fue incapaz de movilizar los vastos recursos a su disposición para dar respuesta a una situación humanitaria inédita. Si los instrumentos del Estado para hacer frente a esta crisis fracasaron los primeros días, no ha sido solo por negligencia política, que sin duda ha estado presente, sino quizás también por la ineficacia de nuestro modelo territorial. Se impone revisarlo si es caso hasta sus máximas consecuencias. La nación española merece una articulación institucional que no solo sea solo campo fértil para el reparto de prebendas y el florecimiento de vulgares identidades regionales, gestionadas por pigmeos taifales solo en busca de tajada presupuestaria, sino una administración eficaz, comprometida con sus ciudadanos y con capacidad para dar respuesta a sus problemas.
Por segunda vez en su reinado, en un momento de crisis emerge casi en solitario la figura del rey Felipe VI, en esta ocasión acompañado por una doliente reina Letizia. Ambos han demostrado con determinación un compromiso personal, incluso físico, que era absolutamente necesario. Dice mucho de la catadura moral del gobierno que —eso afirma— considerase inoportuna la visita y que tratase de disuadir al monarca de realizarla. Al contrario, visitar las zonas afectadas era un imperativo. Fue al desdén orgulloso del presidente, que sumaba a la ineficiencia del gobierno y de la Generalitat Valenciana su propio cinismo, siempre superlativo, lo que encendió los ánimos. Solo la capacidad de compasión demostrada por los Reyes salvó la dignidad del Estado.
Esta gota fría colma un vaso. Lentamente, en los últimos meses, hemos vivido la paulatina degradación de los parámetros políticos que hacen de una democracia algo digno de ser vivido. Se ha amnistiado golpistas, se ha ignorado el mínimo decoro en un asalto descarado al control de magistraturas teóricamente independientes. El titular de una de ellas, el fiscal general, está imputado. Desde la presidencia del gobierno se ha liderado una intromisión sin precedentes en el funcionamiento de la justicia, y el gobierno de España ha pactado con todos aquellos en el parlamento cuyo objetivo fundamental es destruir la nación…
Ante todo ello solamente cabe —como en aquel artículo de Émile Zola en L'Aurore— afirmar con contundencia: ¡yo acuso! Acuso a quienes están perpetrando este desafuero constante, lento pero inexorable, que se vuelve aceptable solo porque es progresivo, contra las instituciones y la calidad de la democracia española. Acuso a los incapaces a la hora de hacerles frente y a todos aquellos que han permitido que el logro colectivo que es la democracia española de 1978 entre en una lenta decadencia que, aunque no irreversible, es profunda y grave. Acuso hoy sobre todo a los indolentes, los incapaces y los ausentes frente a la tragedia desatada en Valencia, y más allá.
Es necesario un cambio y una catarsis, y solo se logrará con apego estricto a aquel Espíritu del 78, que nos ha dado algunos de nuestros mejores momentos, sustentado en valores dignos de tal nombre y en una visión ambiciosa de futuro. Nada de esto está presente en el liderazgo de este gobierno ni en gran parte de la clase política española. Ojalá la situación lacerante que vive España sirva para fundar cimientos que permitan restituir el vínculo entre gobernantes y gobernados. Es significativo que la institución más venerable del Estado, la Corona —la única que, por su naturaleza, supera la lógica del voto democrático—, sea ya prácticamente la única que lo mantiene, lo fomenta y lo proyecta, como acreditaron los Reyes de España en su visita a las zonas afectadas, un compromiso que —tras lo sucedido en Paiporta— queda para la historia de España.