La pérdida de España
¿Qué quedó del proyecto de un país que cobijara una sociedad libre, justa, feliz, abierta y de acogida? ¿Quién se llevó nuestro mes de abril colectivo para convertirnos en una sucursal de Bruselas, como ella, triste, gris y siempre enfadada?
Es un tópico de la historiografía española hablar de la pérdida de España. Ya saben ustedes, la destrucción del reino visigodo de Toledo y la invasión de la península por los musulmanes a comienzos del siglo VIII. La literatura y las reflexiones que este hecho ha producido han marcado la historia de nuestro país hasta bien entrado en siglo XX, en el que autores como Ortega y Gasset aún seguían discutiendo sobre este episodio capital de nuestro pasado.
Pero no quiero hoy hablar de aquello sino de esto otro, de la nueva «pérdida de España» que quizás se está consumando ante nuestras narices. No me refiero ahora al aluvión de inmigración procedente de países musulmanes y el riesgo de que España, quizás como la mayoría de Europa occidental, acabe transformada en una sociedad islámica en no muchos decenios, riesgo real que he denunciado en otros artículos sobre todo por el carácter antidemocrático de los creadores de tal avalancha, nuestros políticos y sus leyes migratorias.
En realidad, la pérdida que hoy constato es de otro tipo. Dice un amigo mío que Europa no está desapareciendo tanto por la inmigración como por el desaparecer de los propios europeos, es decir, porque ya no hay europeos en Europa (y no le falta razón). Recuerdo la España de mi niñez en los años 80 del siglo XX, a los españoles se nos consideraba la alegría del sur: gente divertida, sana, expansiva, sincera (a veces demasiado, rallando la mala educación) y, en muchos casos, trabajadora, independiente y moral. Lo cierto es que ahora al salir a la calle y pasear, fijarme en lo que dice la gente, en sus conversaciones, su manera de vestir, andar, expresarse… sus sueños, sus esperanzas, su forma de vida, en fin, todas las cosas en las que debe fijarse un antropólogo social, no detecto ya muchos de esos rasgos. En la caricatura que todos los pueblos hacen de sus vecinos y de sí mismos, los ingleses eran flemáticos, los irlandeses ruidosos, los suecos alegres, los suizos serios, los daneses aburridos o los franceses amanerados y ¿nosotros? A nosotros nos caracterizaba la picaresca, la alegría de vivir, la improvisación y una cierta anarquía, ya saben, aquello de «dos españoles tres opiniones» que también dicen los polacos de sí mismos.
Pero esos no son los españoles que me encuentro ahora por la calle. Nos veo cansados, envejecidos, agobiados por el trabajo o la falta de él, maltratados por unas rentas menguantes y unos salarios que no llegan a fin de mes. Idiotizados por las redes sociales, confundidos por los «creadores de opinión» ya sean de televisión, radio o mass media. Hastiados del Gobierno y de los Gobiernos, de todos los políticos en general, sin poder pagar el alquiler, pero gastando nuestro dinero en Iphones y viajes de una semana de vacaciones a Ceylán.
Hay quien piensa que la felicidad está en introducirse sacos de silicona debajo de las mamas, en perforarse el estómago con una cánula de metal para extraerse la grasa, o en posar con coches de lujo alquilados y los músculos de gimnasio hipertrofiados. Para otros está en el amasar el poco o mucho dinero que se pueda, en creerse superior o despreciar al prójimo o en cualquier otra cosa que el ego y las modas dicten. Y yo me pregunto entonces, ¿qué quedó del proyecto de un país que cobijara una sociedad libre, justa, feliz, abierta y de acogida? ¿Quién se llevó nuestro mes de abril colectivo para convertirnos en una sucursal de Bruselas como ella triste, gris y siempre enfadada? ¿Hay futuro para una España que sea algo más que una concreción local de la sociedad internacional que está naciendo o ya pasó nuestro tiempo?
- Jacobo Negueruela Avellà es profesor del CEU de Elche