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TribunaJosep Maria Aguiló

Una pequeña historia de amor

Él y ella se marcharon juntos poco después y, casi sin darse cuenta, se cogieron de la mano. Mientras paseaban amorosa y silenciosamente, parecía como si el tiempo se hubiera detenido casi por completo aquella noche

Actualizada 11:44

Se conocieron en la guardería, el primer día de clase, y enseguida se cayeron bien. Fue el mismo año en que Los Pekenikes grabaron Hilo de seda y en que Los Brincos llegaron al número uno en toda España con Mejor.

Él era un poco más mayor que ella, pues en aquel momento tenía casi tres años, mientras que ella sólo tenía dos años y medio, pero a ambos no parecía importarles demasiado aquella significativa diferencia de edad. En la guardería, aprendieron juntos las primeras letras y los primeros números, los primeros cuentos y las primeras canciones. Al poco tiempo, se volvieron casi inseparables, lo que hizo que aquel curso pasase muy rápido para los dos.

El último día de clase, ella le regaló a él el primer collar de cuentas que había hecho y él le regaló a ella su osito de peluche más preciado. Aquel día, los dos estaban muy contentos, pero al mismo tiempo también un poco tristes, porque no sabían si volverían a verse cuando empezase el nuevo curso escolar. Por suerte, o por esas cosas del misterioso destino, sus respectivas familias decidieron matricularles en el mismo colegio de Primaria, en donde finalmente empezaron sus estudios de Preescolar.

Cuando ella y él se reencontraron de forma inesperada el 15 de septiembre, su alegría fue inmensa. Se dieron un abrazo tan prolongado, que parecía que no se iban a separar nunca. Desde el inicio de la primera evaluación, se sentaban siempre juntos en clase y estaban también siempre juntos en el recreo. Lo mismo hacían cuando iban de excursión en el autocar de la escuela. Normalmente, hablaban de sus cosas, aunque eran más bien algo parcos en palabras, no sólo por su corta edad en aquel entonces, sino también por su propio carácter, más bien tímido y retraído en ambos casos.

En el aula, lo compartían todo: el estuche, la goma de borrar Milan, los lápices Alpino, los compases o las ceras de colores. A veces, hasta pintaban a cuatro manos algunos dibujos en sus cuadernos infantiles. Los días en que todos los alumnos de primero de Preescolar iban a pie a visitar algún museo o alguna institución, los dos iban siempre cogiditos de la mano, sonrientes y contentos, aunque seguían sin hablar mucho, salvo para avisarse cuando veían que un semáforo empezaba a parpadear o se había puesto ya en rojo. Nunca se extraviaron ni se perdieron en ninguna de esas visitas.

Desde muy pequeña, ella solía tener fiebre cada cierto tiempo, algo que le sucedía casi desde que nació, sin que los médicos supieran muy bien entonces cuál era la causa de aquella hipertermia recurrente. Cuando le sucedía estando en clase, él le secaba suavemente el sudor con su pequeño pañuelo, la cogía de la mano y le sonreía para que estuviera tranquila. Los dos se ayudaban y se protegían constantemente, con el apoyo inquebrantable de su querida maestra, doña Francisca.

Al comienzo de la segunda evaluación, doña Francisca y ella se dieron cuenta de que él aprendía a un ritmo un poco más lento que el resto de sus compañeros y que a veces tenía dificultades para pronunciar algunas palabras correctamente. También vieron que le costaba un poco más de lo habitual leer y escribir o comprender algunos textos. Pero él poco a poco fue mejorando, sobre todo gracias a la confianza de doña Francisca y al cariño de su querida amiga y compañera.

A partir de la tercera evaluación y ya hasta el final de aquel curso, ella solía pintar con regularidad pequeños retratos de él, que tenían un cierto aire de la llamada etapa cubista de Picasso, mientras que él le escribía algunos poemas breves de rima asonante, que podríamos encuadrar, sin muchas dificultades, dentro del movimiento dadaísta o surrealista. Nada consiguió separarles en aquel primer año de Preescolar, ni siquiera la rutina del día a día o los muchos deberes que les mandaban.

Ambos confiaban en que volverían a reencontrarse al inicio del segundo curso, pero al final no fue así. En el mes de agosto, ella se fue a vivir a otra ciudad junto con sus padres, en donde residieron luego durante varios años. Cuando llegó septiembre y él vio que ella ya no estaría en su clase, quedó sumido durante mucho tiempo en una profunda melancolía. Ya no se volverían a ver ni coincidirían tampoco en ningún lugar en los años y décadas siguientes, pero nunca se olvidaron. Curiosamente, a lo largo de toda su vida adulta llevaron vidas casi paralelas sin saberlo. Ella era pintora y él era escritor, los dos vivían algo retirados del mundo y nunca habían tenido pareja.

Muchos años después, los dos leyeron en el diario que doña Francisca se jubilaba y que su colegio de toda la vida quería rendirle un gran homenaje, al que estaban invitados todos sus antiguos alumnos. Él y ella decidieron acudir a ese evento no sólo para darle las gracias de corazón a su primera maestra por todo lo que les enseñó, sino también con la secreta esperanza de que quizás podrían volver a reencontrarse, aun sin saber si se reconocerían o no.

Inesperadamente, quien les reconoció y les llamó por su nombre aquella tarde fue doña Francisca. Justo en ese instante, él se encontraba en un extremo del salón de actos y ella en el otro extremo. Al oír pronunciar sus nombres, se emocionaron y también empezaron a temblar ligeramente. Los dos se acercaron a doña Francisca casi al mismo tiempo. Tras saludar a su querida maestra, él y ella se miraron a los ojos, se besaron en las mejillas, y fue como si no hubiera pasado el tiempo.

Ambos empezaron a hablar muy rápidamente, para intentar resumir en unos pocos minutos cómo habían sido sus propias vidas en los últimos cuarenta o cincuenta años. Casi al final de aquella concentrada y pormenorizada conversación, ella le dijo que aún conservaba el osito de peluche y los poemas, y él le dijo que aún guardaba el collar de cuentas y los retratos. En cierto modo, y aun sin saberlo, los dos se habían seguido ayudando y protegiendo constantemente durante todos aquellos años.

Tras despedirse de doña Francisca llenos de gratitud, él y ella se marcharon juntos poco después y, casi sin darse cuenta, se cogieron de la mano. Mientras paseaban amorosa y silenciosamente, parecía como si el tiempo se hubiera detenido casi por completo aquella noche. En una radio lejana sonaban viejas y hermosas canciones de amor, como Hilo de seda o Mejor. Nunca más volverían ya a separarse desde entonces.

  • Josep María Aguiló es periodista
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