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TribunaJosep Maria Aguiló

El poderoso influjo de la lluvia

En el cine o en la vida, el poderoso influjo de la lluvia también puede estar presente en todo aquello que sentimos o percibimos siempre como bueno, conveniente o hermoso

Actualizada 09:17

Cuando la lluvia hace su aparición en un poema, en un relato o en una novela, esa presencia suele ser casi siempre sinónimo de nostalgia, de melancolía, de tristeza o de desamor. Uno diría que incluso las páginas y la tinta parecen humedecerse entonces un poco.

Algo parecido suele ocurrir también en la pintura o en la música popular. Si los misterios del azar o nuestras propias preferencias nos llevan a contemplar hermosos cuadros como Los paraguas de Auguste Renoir o Rue Saint-Honoré por la tarde de Camille Pisarro, o a escuchar canciones hoy ya clásicas como En écoutant la pluie de Sylvie Vartan o Esta tarde vi llover de Armando Manzanero, se hace casi inevitable que suspiremos muy profundamente o que nos recojamos un poco en nosotros mismos. Si además el día se presenta dulcemente otoñal o invernal, si nos encontramos en una ciudad que amamos y si el cielo amenaza lluvia, nuestra dicha puede ser entonces ya casi completa.

Las mismas sensaciones o emociones que podemos experimentar en este caso gracias a la literatura, la pintura o la música, podemos sentirlas igualmente con el cine, pues la presencia o la aparición de la lluvia ha sido y sigue siendo un elemento esencial en numerosas películas casi desde el nacimiento mismo del séptimo arte. Una excepción curiosa o llamativa en ese sentido podría ser la del cine español, pues en nuestra cinematografía apenas hemos visto llover, en especial en estas últimas décadas, salvo quizás en las películas de José Luis Garci, Miguel Albaladejo o Isabel Coixet, tres cineastas que, por otra parte, me gustan realmente mucho.

No sé si el clima mediterráneo o el recurrente anticiclón de las Azores habrán tenido algo que ver con esa especie de sequía fílmica, que pese a ello no estaría del todo justificada. Aun así, también es cierto que en nuestro país no llueve en todos los sitios y enclaves por igual. Recuerden que en My fair lady la gran Audrey Hepburn ya nos hacía notar de manera reiterada, con una impecable pronunciación, que «the rain in Spain stays mainly in the plain» –«la lluvia en España se queda principalmente en el llano»–, que nosotros tradujimos bastante libremente como «la lluvia en Sevilla es una pura maravilla».

Fuera de nuestras soleadas fronteras cinematográficas sí parece demostrado, en cambio, que puede llover casi en cualquier época y lugar. De ese modo, la lluvia en sus múltiples variantes, desde los suaves orvallos hasta los apocalípticos diluvios, aparece vinculada a numerosos clásicos antiguos o modernos. Pensemos por ejemplo en películas como Frankenstein, Casablanca, Breve encuentro, La condesa descalza, El buscavidas, Desayuno con diamantes, Blade Runner, Lo que queda del día, Atrapado por su pasado, Los puentes de Madison, Deseando amar o El mismo amor, la misma lluvia, entre otras. La lluvia está también presente en algunos de los filmes más líricos de cineastas como Charles Chaplin, John Ford, Nicholas Ray, Andrei Tarkovski, Douglas Sirk o Woody Allen, así como en no pocas películas del expresionismo alemán, el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa.

Aun así, seguramente no resultaría sencillo intentar hacer hoy un listado o un canon que incluyera todos los grandes títulos en los que la lluvia ha tenido un protagonismo especial, entre otras razones porque, muy posiblemente, siempre habría algún buen amigo cinéfilo que pondría varias objeciones más o menos contundentes a nuestra hipotética y bienintencionada lista. Así, o bien echaría de menos cuatro o cinco obras maestras lluviosas indiscutibles, o bien nos censuraría por haber incluido algunos filmes borrascosos no especialmente bien considerados por la crítica más seria. Ya dice el refrán, con razón, que nunca llueve a gusto de todos.

Sí podríamos aventurarnos a señalar, en cambio, cuáles han sido los géneros cinematográficos en donde la lluvia ha estado históricamente más presente. Dichos géneros serían sobre todo el cine negro, el melodrama y el cine de terror, aunque en este último hayan abundado siempre más los rayos, los truenos, los vendavales y las tormentas que no los suaves y serenos sirimiris. De hecho, la lluvia esencialmente calmada y tranquila es sobre todo propia del cine negro y de los melodramas más urbanos. En ambos géneros, las evocadoras y sugerentes imágenes de calles y de avenidas mojadas suelen encadenarse a menudo con breves insertos de viejos neones que reflejan su dubitativa luz sobre algún pequeño charco o con primeros planos de antiguos toldos o cristales por los que se deslizan delicadamente diminutas gotas de agua.

En esa clasificación o guía pluviosa alternativa, podríamos situar justo a continuación el cine de catástrofes, que desde los años setenta y sobre todo de nuevo ahora nos ha ido mostrando todo tipo de fenómenos físicos o atmosféricos en su expresión más extrema. En el siguiente escalón en intensidad pluviométrica se encontrarían casi a la par otros tres géneros, el western, las cintas de aventuras y las películas bélicas, en donde en lugar del agua suelen estar mucho más presentes los otros tres elementos aristotélicos, la tierra, el aire y el fuego.

Finalmente, tendríamos las películas de ciencia ficción, las cintas sólo para adultos, las comedias románticas o los filmes musicales, en los que rara vez hemos visto un chubasquero, unas botas de agua o un paraguas, salvo quizás en Cantando bajo la lluvia. Precisamente, esta obra maestra de Stanley Donen y Gene Kelly nos puede servir también hoy para ayudarnos a constatar que en el cine, a diferencia de lo que suele ocurrir en la literatura, la pintura o la música, la lluvia no aparece vinculada sólo a la nostalgia o a la melancolía, sino en ocasiones también a la alegría de vivir, la buena suerte existencial o la plenitud del sentimiento amoroso. En el cine o en la vida, el poderoso influjo de la lluvia también puede estar presente en todo aquello que sentimos o percibimos siempre como bueno, conveniente o hermoso.

  • Josep María Aguiló es periodista
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