Fundado en 1910
TribunaRafael Núñez Huesca

No hay democracia sin meritocracia

El esfuerzo es la mejor herramienta de promoción social. Para todos, pero sobre todo para las familias sin grandes apellidos o grandes capitales

Actualizada 01:30

Una tal Samantha Hudson acudía hace pocos días a un programa de televisión para, entre otras cosas, persuadir a sus participantes de lo improductivo del esfuerzo. El programa, de nombre Operación Triunfo, evalúa (o debería) a los concursantes en función del mérito, el esfuerzo y la capacidad. Y en este contexto de competición, la invitada advirtió: «No al que más se esfuerza le salen mejor las cosas; la meritocracia no existe». No es un mensaje aislado, y ha dejado de ser minoritario. En España lleva tiempo configurándose un imaginario hostil a la cultura del esfuerzo. Así, deportistas como Rafa Nadal, capaces de esfuerzos extraordinarios, incluso de competir lesionados, son vistos como ejemplos brutales y encarnizados. «Un paso de Semana Santa con raqueta», al decir de un conocido periodista. Para muchos prescriptores de opinión del ámbito del entretenimiento y la izquierda política, la meritocracia es un constructo capitalista para explotar al trabajador. Una zanahoria que cuelga el sistema frente al hocico de la juventud. Los jóvenes –nos aseguran– están predestinados por la clase social de sus padres; «la desigualdad se hereda», asegura Iñigo Errejón. Y resulta inútil resistirse. De nada vale esforzarse. Ni estudiar. Tanto, que la aversión al mérito es ya una parte nuclear de la identidad del sistema educativo español. En toda Europa ganan espacio corrientes pedagógicas que eximen al alumno de cualquier responsabilidad, e incluso lo presentan como una víctima a redimir. La actual LOMLOE, que desploma todos los baremos de exigencia y permite superar los cursos sin superar las asignaturas, tendrá un impacto devastador en la vida de miles de jóvenes. Los sistemas educativos de éxito lo son por lograr que cada alumno tome consciencia de su responsabilidad. Por conseguir que los chicos comprendan que la educación es un proceso que precisa de esfuerzo, disciplina y actitud. Y que no siempre es divertido. Y que puede haber frustración. Forma parte de la vida. Rebajar las exigencias no hará desaparecer las frustraciones, sólo las retrasará. Y con un alto coste psicológico y social para los chicos. Necesitamos una sociedad y un sistema educativo que prepare a los niños para la vida, con un espíritu optimista pero no complaciente. Que haga ver a los jóvenes que, frente al nepotismo o la discrecionalidad, el esfuerzo es la mejor manera de lograr sus metas y ser verdaderamente libres. Que el esfuerzo es la mejor herramienta de promoción social. Para todos, pero sobre todo para las familias sin grandes apellidos o grandes capitales.

Pero es preciso reconocer que el sistema de promoción ligado al esfuerzo no es, en absoluto, infalible. Concurren multitud de factores personales, sociológicos y económicos. Se nos dice que las capacidades de cada uno nos hace distintos, y por tanto desiguales. Y así es. Cada ser humano es único y diferente al resto. Pero la respuesta a las diferencias naturales entre seres humanos no puede ser la uniformización ni la rebaja generalizada de los niveles de exigencia. Los sistemas que han pretendido imponer el igualitarismo sólo han generado desigualdades más exacerbadas. Así, la respuesta a las desigualdades (socioeconómicas o de cualquiera otro tipo) no puede ser la uniformización en el rango bajo, sino procurar la igualdad de oportunidades en el punto de partida. Y una vez logrado esto, movilizar medios suficientes para que cada alumno alcance su mejor versión. En otras palabras: la respuesta a las diferencias estriba en reforzar la igualdad de oportunidades, no de resultados.

Jorge Freire, filósofo, reconoce que «nada hay seguro en un modelo que es, como la propia democracia, el menos malo de todos los posibles». Pero acto seguido advierte: «Lo a todas luces obvio, por mucho que las querellas intelectuales nos confundan, es que la alternativa a la meritocracia es el nepotismo».

En el pasado sólo los nobles podían acceder a los puestos de la administración pública. Hoy, meritocracia mediante, cualquier ciudadano puede ostentar cargos reservados antes a las élites. Por eso democracia y meritocracia van de la mano. Y por eso hay que desconfiar de los que dicen creer en la democracia pero rechazan la meritocracia. Porque desde que en 1918 se instauró en España el sistema de oposiciones como vía de acceso al empleo público, la meritocracia se convirtió, de facto, en un poderosísimo mecanismo de democratización. Evalúa a todos en función de su esfuerzo, su mérito y su capacidad, sin distinción de sexo, edad o condición social.

Cien años después, en España se ha puesto en marcha un plan para rebajar las exigencias de acceso al cuerpo funcionarial, eliminar las recompensas al esfuerzo o superar cursos al margen del expediente. Se trata de un alarmante retroceso democrático en el que el nepotismo y la discrecionalidad pueden acabar sustituyendo al mérito y al esfuerzo.

  • Rafael Núñez Huesca es portavoz adjunto del Grupo Popular en la Asamblea de Madrid
comentarios

Más de Rafael Núñez Huesca

Más de Tribuna

tracking