La vieja o la señorita: ¿usted qué ve?
La gama de ocupaciones que desaparecerán o se verán amenazadas abarca no sólo gran parte de las de baja cualificación, sino, y más aún, las cualificaciones intermedias, e incluso profesiones liberales
Nos encontramos ante una ola de profundos cambios en la cultura occidental, algunos de los cuales conmueven los principios morales, intelectuales y religiosos de mucha gente. Ante las fáciles explosiones de violencia social, como las actuales en Francia; o el crecimiento de todo tipo de violencias y agresiones de naturaleza sexual, incluso entre menores; y la complacencia generalizada del espectro político, y económico, ante preferencias y comportamientos que no hace mucho tiempo eran contemplados con una profunda preocupación; lo que define la experiencia del «progreso» para la amalgama que se define progresista es un extrovertido regocijo motivado por el «avance de los derechos», el tsunami de información digital, y la extensión de un creciente gregarismo, acrítico y manipulable.
El famoso dibujo de William E. Hill, de hace un siglo, donde según el momento y la persona se ve a una señora vieja o a una elegante jovencita, muestra cómo los sesgos cognitivos condicionan lo que vemos, y por extensión lo que aprendemos, interpretamos y juzgamos. En el mejor de los casos se trata de un matiz perceptivo, y en el peor puede llegar a ser el resultado de una profunda ingeniería social que imponga un programa epistemológico.
En nuestros días la tecnología digital ya ha dejado de ser un instrumento educativo para incluso desplazar a los medios tradicionales de educación en su labor educadora. Gran parte de la población de todas las edades aprende, interpreta y juzga sobre la base de toda la información que penetra por sus sentidos a través de esos oceánicos medios digitales. Hibridados ya con los medios audiovisuales del siglo XX, son capaces de hacernos consumir, opinar o votar cualquier engendro. La utilización de los descubrimientos científicos en las neurociencias permite actualmente crear asociaciones perceptivas, muy fáciles de fraguar en mentes escasamente educadas, que impelen creencias y comportamientos. Y así, mientras «arde París» por un desafortunado incidente policial, el mundo duerme en su más completa indiferencia ante la extrema crueldad de la guerra, el aborto masivo, el desmesurado poder de las élites y, en general, el sufrimiento ajeno, la ancianidad y la muerte, y el ocaso de la familia y la religión.
Los adelantos de la ciencia y la tecnología siempre han tenido algún «efecto culatazo», como decía Miguel Delibes, refiriéndose al caso concreto de las nefastas repercusiones medioambientales derivadas. El crecimiento de los medios y posibilidades de controlar la naturaleza viene acompañado de la degradación de ésta y por eso, ahora, corre tanta prisa la alarma climática, el animalismo, y todas las estrategias de degradación de la vida humana conducentes a imponer un peligroso posmaltusianismo ideológico.
Ya el propio Adam Smith advirtió en La riqueza de las naciones (1776) de que las nuevas técnicas de organización de la producción en la naciente industria capitalista (división del trabajo, especialización y concentración de los medios productivos), contribuían a que la población trabajadora de baja cualificación (la mayoría) pudiera llegar a ser incapaz de «concebir pensamientos nobles y generosos, y formular un juicio sensato, respecto a las obligaciones de la vida privada». Encomendó al Estado terciar en este asunto a través de la oferta de una educación de calidad.
Actualmente nos hallamos ante una revolución general, y no solo industrial, de unas proporciones descomunales si la comparamos con la de la ciencia y la tecnología que puso en marcha el capitalismo. En nuestros días se confunde la disposición de abundante y aparente diversidad informativa con disponer de una rica oferta de instrumentos para el progreso educativo y de las libertades. Sin embargo, dando la razón a Giovani Sartori en Homo videns. La sociedad teledirigida (1997), la extensión de la tecnología televisiva, y mucho más aún el universo digital, han contribuido, ya, a que las capacidades cognitivas de los estudiantes manifiesten cambios apreciables, empeorando respecto a las generaciones precedentes. Según Sartori, se trata de «una metamorfosis que revierte en la naturaleza misma del homo sapiens (…) atrofiando nuestra capacidad de abstracción y con ella nuestra capacidad de entender.»
Una creciente literatura académica anticipa la obsolescencia de gran parte de las profesiones que no requieran capacidades mentales creativas y analíticas avanzadas, e incluso estas se encuentran amenazadas por el espectacular avance de la inteligencia artificial. La gama de ocupaciones que desaparecerán o se verán amenazadas abarca no sólo gran parte de las de baja cualificación, sino, y más aún, las cualificaciones intermedias, e incluso profesiones liberales como la abogacía, la docencia o el periodismo. La desigualdad, como consecuencia de todo este movimiento de fondo, no deja de avanzar en lo que va de siglo, y ello a pesar del creciente intervencionismo distributivo de los estados.
De la revolución digital a la que estamos asistiendo cabe esperar el advenimiento de más, mayores y más profundas rupturas dentro de una crisis institucional que desde la política se afronta con impotencia, si no con indiferencia o euforia. El efecto culatazo, o las consecuencias no queridas de esta nueva «gran transformación», no se está manifestando neutral en el devenir de nuestra especie, ni mucho menos (nunca la tecnología lo ha sido), sino que, como bien anticiparon entre otros Smith, Sartori, y también Neil Postman (en Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología, 1992): «Cuando una tecnología antigua se ve asaltada por una nueva, las instituciones son amenazadas. Y cuando así ocurre, una cultura entra en crisis.»
Y entre todo este maremágnum, ¿usted qué ve?
- José Luis Herranz Guillén es economista. Doctor en Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología