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TribunaJosé Luis Herranz Guillén

Miedo político en una democracia enferma

Y es que la política sin instituciones delimitadoras del poder conduce al totalitarismo, y cuando se debilitan o no existen contrapesos en el diseño institucional, el miedo político se utiliza para sojuzgar y pervertir los propios derechos políticos

Actualizada 01:30

El poder es la capacidad de imponer coactivamente a otros. Su consecuencia primaria es el miedo, y ambos son conceptos fundamentales en política. El poder incrementa la fortaleza del actor político, mientras que el miedo indica debilidad frente al poder y activa el comportamiento sumiso. Para Thomas Hobbes el poder y el miedo son las fuerzas constructoras de los estados modernos, entes basados en el poder, y que son la consecuencia y causa del miedo político. El miedo conduce a la aceptación del Estado, aunque no desaparece con él porque quienes lo controlan conspiran para aumentar su poder. Como explicó Enrique Tierno Galván en un estudio sobre la obra de Hobbes, su pensamiento vino influido por el ambiente político de Inglaterra (y del resto de Europa) en el s. XVII, época de enfrentamientos, traiciones y añagazas en las que el miedo político penetraba hasta los huesos. Se trata, escribió Tierno, de un miedo «que es en intensidad el más embargante y limitador de los miedos posibles», puesto que «el mundo se transforma en ojos y cadenas; unos vigilan, otras atan».

Y es que la política sin instituciones delimitadoras del poder conduce al totalitarismo, y cuando se debilitan o no existen contrapesos en el diseño institucional, el miedo político se utiliza para sojuzgar y pervertir los propios derechos políticos. Este es un pilar del pensamiento del jesuita español Juan de Mariana, quien más de medio siglo antes que Hobbes y del liberalismo de Locke escribió sobre la necesaria fortaleza de la propia sociedad, que es anterior al Estado y su fundamento. La sociedad civil es el último bastión frente al poder político, y estaría incluso legitimada a utilizar la violencia para protegerse de las consecuencias de las pasiones de aquellos gobernantes «que sin respeto a las leyes, de cuyo imperio se creen exentos (…) procuran la satisfacción de sus deseos, si no manifiestamente y apelando a la fuerza, con malas mañas, secretas acusaciones y calumnias. Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos… (y) utilizan todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su tiranía» (Del rey y de la institución real, I, v.) Perdiéndole el miedo al miedo (político), las pasiones insumisas del pueblo previenen y disuaden las inclinaciones totalitarias.

Lejos del «fin de la historia» que profetizó Fukuyama tras el colapso del comunismo, mucha gente siente, y por ello piensa, que la calidad de las instituciones occidentales se está deteriorando ante el avance de estilos totalitarios y populistas. Sus artífices se valen del miedo político para atacar los contrapesos internos (poderes legislativo y judicial), y externos (medios de comunicación y organizaciones civiles). España es un caso paradigmático, gobernada por una alianza de intereses que utiliza y patrocina el miedo político para desintegrar la estructura institucional y cultural que asentó la Constitución de 1978.

Miedo político es el ataque ad hominem a jueces e instituciones judiciales, y usar expedientes administrativos de particulares para intimidar a adversarios políticos. Miedo político es la amenaza confiscatoria a los contribuyentes y empresas, la represión lingüística, o el amedrentamiento del periodismo crítico. Lo es igualmente la limpieza y colonización practicada en las cúpulas de instituciones reguladoras, y en la administración pública en general, sustituyendo a gestores independientes por militantes. También lo es el adoctrinamiento educativo, la humillación de la espontánea disidencia social que cuestione la cantinela de verdades oficiales, o el señalamiento de artistas, científicos y creadores que planteen una cosmovisión alternativa. En definitiva, constituye una forma violenta de miedo político la utilización de calificativos tales como negacionista, reaccionario, fascista, machista, o racista, para denigrar cualquier insumisión. Todo esto no es nuevo en la España contemporánea, aunque sí lo es su cantidad e intensidad.

El error historicista de Fukuyama fue suponer que la historia camina hacia un destino inexorable de capitalismo y democracia. Al contrario, todo evoluciona indeterminadamente, incluso las expresiones más avanzadas y duraderas de la ingeniería política o económica. La democracia liberal, y la española particularmente, deben rediseñar sus instituciones para sobrevivir en un mundo que está cambiando muy deprisa y en muchos frentes a la vez. Una clave importante puede extraerse del pensamiento de Mariana: si la democracia parlamentaria es un buen sistema político, lo es porque dispone de suficientes automatismos disuasorios (como puede ser el impeachment norteamericano) ante la amenaza de un grupo de oportunistas del poder. Si no es así, entonces el sistema es vulnerable y tiende a corromperse.

La credibilidad de la oposición parlamentaria estaría en atreverse a pedir un apoyo electoral mayoritario para implementar las reformas constitucionales que eviten la repetición de los fallos del sistema actual, fallos de los que también ha participado en su acción de gobierno. Esto es una firme cuestión de principios, no de cálculo electoral. Por eso, precisamente, sería creíble; aunque también ilusorio, ya que pasa por el previo empoderamiento de una nación de españoles libres e iguales, lo cual, a día de hoy, parece sólo un sueño.

  • José Luis Herranz Guillén es economista y doctor en Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología
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