El presente y el futuro del hombre en juego
Nuestra fe no reduce sus efectos a nuestro ámbito personal, sino que nuestra permanencia en las verdades de la fe, y singularmente en el matrimonio cristiano, constituyen un bien social
Noticia reciente: en España crece la población. Y otra: disminuye el número de divorcios. No nos engañemos: a) el crecimiento poblacional en España obedece al aumento del número de inmigrantes y su mayor cifra de natalidad. Y b) la disminución de los divorcios está en relación con la bajísima cifra de celebración de matrimonios. Estos hechos indiscutibles son el fruto de una filosofía de la vida en la que, valores esenciales de la humanidad, se han ido destruyendo sistemáticamente, lanzándonos por la pendiente facilona de alimentar nuestro egoísmo. Diversa propaganda política, de todos los signos, aprovecha el atractivo de fomentar ese egoísmo personal en provecho propio, disfrazándolo de muy diversas maneras: modernización, autorrealización, responsabilidad, cultura, progreso… etcétera. Por el contrario, valores cristianos, que son también valores humanos, son denostados y desacreditados. Un ejemplo; un filósofo no cristiano ya fallecido, Eric Fromm, después de dejar constancia de que vivimos «la cultura del tener», haciéndola predominar sobre «la cultura del ser», declara que «aquella es necrófila, es el dominio de los muertos sobre la de los vivientes, la enemistad de la vida».
En el año 2019 se publicaron cinco artículos de Ratzinger, de Benedicto XVI, con el título común de Permanecer en el amor (una visión teológica del matrimonio y la familia). En la presentación de dicho ensayo por el teólogo Livio Melina, nos dice, citando inicialmente a aquel: «En la cuestión del matrimonio y la familia, están en juego todo nuestro presente y nuestro futuro». «La esperanza de la familia no es, en efecto, –continua Melina– una esperanza más, un aspecto particular dentro del gran elenco de anhelos y deseos del hombre. La esperanza de la familia es la de la misma persona, la de su presente y su futuro. En la cuestión del matrimonio y la familia cae y se mantiene la sustancia misma del porvenir humano, porque allí está en juego el tejido relacional en el que se genera lo humano en cuanto tal».
Durante bastante tiempo se consideró que muchos matrimonios, en cuanto tales, se mantenían porque los usos sociales permitían una situación hipócrita, a base de la sumisión de mujeres carentes de independencia económica y social, y, además, apresadas por el peso una naturaleza aherrojada por las concepciones inevitables. Producida la independencia femenina, en todos los órdenes, tal planteamiento carece de vigencia. A ello se añade en la actualidad, como si fuera un triunfo del amor libre que, en cuanto se extingue la llama del amor, haciéndolo coincidir con el deseo, desaparece también la razón de que la pareja, o si se quiere, el matrimonio, siga unido. Hay múltiples factores en la actualidad que obstaculizan la celebración de los matrimonios: dificultades económicas para mantener una familia a causa de la carestía de la vida y la posibilidad de tener una vivienda digna, retraso del comienzo de disponer de un medio de vida, facilidad para tener relaciones sexuales extra y prematrimoniales, indisponibilidad para aceptar cualquier sacrificio… etcétera. Y si, finalmente se desconoce lo que es el verdadero amor y qué es un matrimonio y una familia cristiana, se entienden perfectamente los dos datos con que inicié este artículo.
Por supuesto que fuera del matrimonio cristiano, fuera de la sacramentalidad, se pueden dar las circunstancias éticas que integran su esencia. La llamada universal a la santidad significa también que la misericordia de Dios se puede extender a todos. Como dice Ratzinger: «La sacramentalidad del matrimonio significa que el orden creacional de reciprocidad entre el varón y la mujer, concretado en el matrimonio, no se sitúa de forma neutra y puramente mundana frente al misterio de la alianza en Jesucristo, sino que es introducido en el orden de la alianza del pueblo de Dios, de modo que en él se ratifica la unidad de creación y de alianza, de modo que en él la finalidad a la alianza de Dios resulta, desde la fe, presentada y sellada como fidelidad a la alianza del hombre». Pero el sacramento del matrimonio supone también dotar de fortaleza a los bautizados en la fe para que la unión matrimonial «se conduzca contra la búsqueda de sí mismo y, así, es salvado de sí mismo para sí mismo». No debe olvidarse que el sacramento del Matrimonio se encuadra en el Catecismo de la Iglesia Católica dentro de los «Sacramentos al servicio de la Comunidad», en el que «los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y dignidad de su estado (CIC can. 1134)». El matrimonio es así un bien social reconocido por la humanidad entera en toda su historia.
Soy consciente de la dificultad que el misterio de la fe y sus consecuencias tiene para todos los creyentes. Pero soy también consciente que nuestra fe no reduce sus efectos a nuestro ámbito personal, sino que nuestra permanencia en las verdades de la fe, y singularmente en el matrimonio cristiano, constituyen un bien social. La continuada conversación amorosa de dos que se miran entre sí, pero que son también un frente común de un mismo proyecto de vida, suponen una aportación, siquiera sea modesta, al presente y al futuro de toda la humanidad.
- Federico Romero Hernández fue secretario general del Ayuntamiento de Málaga y profesor titular de Derecho Administrativo de la UMA