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02 de julio de 2024

tribunaIsabel de los Mozos

Judicialismo constitucional

Supone atribuir a los órganos jurisdiccionales la última palabra ante los conflictos sociales, al margen de la Ley, sustituyendo las funciones de otros poderes públicos en su interpretación de la ley

Actualizada 01:30

Hace tiempo que alguien muy querido bromeaba con la responsabilidad que le había caído encima y decía que es muy incómodo eso de tener que sentarse en el vértice de la pirámide… Y es que el sistema de control constitucional concentrado, ideado por el positivista Kelsen, coloca sobre la pirámide normativa que arranca de la Constitución al Tribunal Constitucional (TC), un órgano político que, sin embargo, está obligado a resolver los asuntos de que conoce en el marco del Derecho Constitucional, y debe hacer siempre un juicio de derecho (en lugar de un juicio político o de oportunidad), para declarar lo que no puede decir la ley o cuándo cualquier actuación pública, también judicial, contraviene la Constitución o, en particular, puede suponer una vulneración del contenido esencial de los derechos fundamentales y de las libertades públicas.

Cuando se extralimita el control jurídico encomendado a los órganos del Estado encargados de ejercer la jurisdicción (es decir, encargados de declarar el derecho en los asuntos litigiosos que conozcan), ese control se desnaturaliza y se vuelve un control político, sobre la base de argumentos que exceden del ámbito concreto de la Ley y comportan valoraciones discrecionales de conveniencia política. Entonces, cabe hablar de judicialismo, que supone atribuir a los órganos jurisdiccionales la última palabra ante los conflictos sociales, al margen de la Ley, sustituyendo las funciones de otros poderes públicos en su interpretación de la ley. Y el TC incurrirá en judicialismo, al ejercer su jurisdicción constitucional, cuando, sin competencia para ello, sus sentencias sustituyan el criterio del Tribunal Supremo (TS) por el suyo propio, más allá de la ley.

La interpretación del alcance de los delitos, previstos por la ley penal, corresponde al Poder Judicial y en última instancia al TS (como órgano superior del Poder judicial), cuya función al aplicar la ley genera jurisprudencia, como fuente indirecta del Derecho en nuestro marco jurídico nacional. Por el contrario, al TC no le corresponde enmendar la plana al TS, en relación con lo que pueda o no considerarse un delito de prevaricación y menos aún, argumentado con una vaga exención penal en favor de quienes ejerzan el poder político, la llamada función de gobierno, en cada caso. Porque ello va en contra del mismo Código penal, que incluye en la categoría de funcionario público, a efectos penales, a cuantas personas ejerzan potestades públicas (incluidas las funciones ejecutivas, legislativas y jurisdiccionales), lo cual supone que cualquier cargo público puede incurrir en los delitos (tipificados específicamente) que pueden ser cometidos por los funcionarios públicos, ampliamente entendidos, sujetos a la Constitución todavía antes que a la ley.

Al parecer, la sentencia del TC que exonera a Magdalena Álvarez del delito de prevaricación (dictar una resolución injusta, a sabiendas), en el escándalo de los ERE de Andalucía, se apoya en que una acción de Gobierno, a través de la aprobación de un proyecto de ley –que es un acto de trámite, no un acto «inexistente»– no puede incurrir en delito, por más que contravenga la ley, ya que ello impediría a quien manda promover cualquier modificación legal. Y según esto, los gobernantes nunca podrían adoptar decisiones injustas, aunque fuesen ilegales. Un argumento torticero que, en realidad, intenta recuperar la supuesta lógica de la pretendida teoría socialista de la exención judicial de los llamados actos políticos o de gobierno, superada por la ley del Gobierno y por la legislación jurisdiccional contencioso administrativa, vigentes ambas, en el obligado contexto constitucional que exige el control jurídico y/o político de todos los actos jurídico-públicos.

En su día, los socialistas rompieron una pieza importante del consenso de la Transición muy pronto, cuando eliminaron con la mayoría absoluta de González el carácter previo del recuro de inconstitucionalidad, que garantizaba que las leyes discutidas ante el TC no entrasen en vigor, mientras no se pronunciase el TC sobre su constitucionalidad, tal y como sigue siendo en otros países con control constitucional concentrado. Ahora, después de haber perdido ese debate doctrinal y legal de los actos políticos o de gobierno, como exentos de control judicial (exención de que se disponía en la legislación franquista), pretenden imponerlo de nuevo, por la puerta falsa, como exención penal en favor de los gobernantes y, ello, unido a que el TC empieza así a sustituir al TS, nos conduce a consolidar el «chavismo» de Sánchez, a pasos agigantados. No se puede permitir.

  • Isabel María de los Mozos y Touya es profesora titular de Derecho Administrativo de la UVA
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