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TribunaManuel Sánchez Monge

A dialogar también se aprende

Para que haya un buen diálogo hay que saber escuchar, que es algo más que oír, porque en los corazones hay algo que se quiere comunicar más allá de las palabras

Actualizada 01:40

La globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos ambientes tradicionalmente homogéneos. Nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. Hoy día estar pendientes de los medios tecnológicos a cada momento, la inmediatez, las prisas… hacen que olvidemos la importancia que tiene hablar con los demás, la necesidad que todos tenemos de una mirada afectuosa, de un saludo cercano, de una palabra de ánimo. La mirada, la palabra, el tacto, ocupan un lugar importante en las relaciones ente personas.

Es necesario dedicar tiempo para aprender a dialogar porque con un buen entrenamiento se consigue. Para que haya un buen diálogo hay que saber escuchar, que es algo más que oír, porque en los corazones hay algo que se quiere comunicar más allá de las palabras. El diálogo nos enriquece con la sabiduría y la experiencia del otro cuando hablamos de corazón a corazón. Para poder escuchar bien hay que dejar a un lado los prejuicios y los miedos. Hay que estar abiertos a lo nuevo, respetando las diferencias y acogiendo al otro con confianza. No hay buen diálogo sin humildad. Hemos de renunciar a imponernos sobre el otro abriéndonos los dos a la verdad que es la raíz de la que brota toda comunión auténtica.

El buen diálogo necesita silencio. Para escuchar y reflexionar sobre lo que el otro propone y para manifestar lo que llevamos más dentro de nosotros y que no se puede expresar solo con palabras. No diremos jamás palabras verdaderas, si antes no caminamos por los senderos del silencio. No hay diálogo sin conocimiento mutuo. Si desconocemos la cultura del otro, su mundo vital, se originarán seguramente incomprensiones y rechazos. Para dialogar es necesario conocer al otro y dejarse conocer por él. Para vivir el diálogo tenemos que ser libres en relación a nosotros mismos, dispuestos a ponernos en cuestión. Y también libres en relación a los demás. Hay que rechazar los condicionamientos y los miedos que a veces nos paralizan. Hemos de ser libres para obedecer solo a la verdad, que nos hace libres (cf. Jn 8,32).

No hay diálogo sin capacidad de asombro. No puede uno menos de maravillarse cuando observa la riqueza interior del otro, cuando es capaz de ver el mundo con sus ojos, cuando uno se pone en juego y vive el riesgo. El asombro desorienta quizá, pero libera de falsas resistencias y nos hace capaces de acoger la verdad, cualquiera que sea su procedencia.

El auténtico diálogo exige el compromiso de ser fieles a la verdad. Quien no quiere compartir sus propias razones para vivir, creer, esperar, amar; quién no tiene pasión por la verdad y no es fiel a su identidad más profunda, nunca será capaz de dialogar. En el diálogo el corazón se abre a Quien es la verdad, el Dios viviente, que viene a habitar en aquellos que –dialogando con Él– acogen su amor.

No hay diálogo sin responsabilidad. Quien dialoga no deberá nunca olvidar la red de relaciones humanas de donde procede y de la cual es responsable: el diálogo no elimina, sino que aumenta el sentido de responsabilidad que cada uno debe tener en relación al bien común, de acuerdo con su vocación y misión.

Es imposible olvidar que no hay diálogo sin perdón. Quien quiere dialogar, debe liberarse de todo resentimiento por las heridas recibidas. El corazón tiene que ser purificado pidiendo y ofreciendo perdón siempre que sea necesario.

El cristianismo es la religión del diálogo. Lo dice la Carta a los Hebreos: Después de hablar Dios muchas veces y de diversos modos antiguamente (…) en estos días últimos nos ha hablado por medio de su Hijo Jesucristo (1,1-2). La historia de la salvación narra este largo y variado diálogo, que nace de Dios y teje con el hombre un coloquio paciente y amoroso. Por eso mismo, el diálogo pertenece al ser y es la misión de la Iglesia.

En resumen, para ser persona dialogante hace falta una buena dosis de sentido común, naturalidad, humildad y amor a la verdad. Por ello mismo, surgen muchas desconfianzas cuando nos prometen diálogo personas autosuficientes que todo lo convierten en monólogos llenos de dogmatismo y rigidez. En efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda la sociedad un rostro humano. El primer paso para conseguirlo consiste en ser nosotros mismos verdaderamente humanos, es decir, en vivir a la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por ser quienes somos y abrirnos a los demás.

  • Manuel Sánchez Monge es obispo emérito de Santander
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