La comunicación cibernética y la fe
Las relaciones se establecen a través de los chats, sin apenas esfuerzos, sin presencia física y se reducen las defensas e inhibiciones, a veces muy saludables, que ponemos en funcionamiento cuando tenemos a la persona presente
No podemos ignorar las ventajas que todos estos nuevos medios de comunicación nos ofrecen. Favorecen y agrandan considerablemente las posibilidades de encuentro, crean vínculos y favorecen la comunicación. Podemos llegar adonde hace años, ni soñábamos. Podemos contactar con personas que de otra manera jamás hubiéramos podido llegar a conocer y podemos también mantener una comunicación frecuente con personas que hubieran desaparecido de nuestra vida debido a la distancia.
Pero las nuevas tecnologías de la comunicación crean espacios virtuales en los que muchas personas viven más tiempo que en la vida real. La vida moderna se desarrolla cada vez más en un mundo imaginario. Y crea problemas de identidad y de subjetividad. Las relaciones se establecen a través de los chats, sin apenas esfuerzos, sin presencia física y se reducen las defensas e inhibiciones, a veces muy saludables, que ponemos en funcionamiento cuando tenemos a la persona presente.
El carácter descomprometido de este tipo de contactos personales los convierten en sumamente frágiles y superficiales. El sujeto oculto tras su nick no se siente comprometido con lo que dice y con los sentimientos que expresa. Por otra parte, puede interrumpir el contacto con mucha facilidad. Nunca hubo tanta facilidad para elegir con quien comunicarse y para hacerlo sin compromiso alguno. Por otra parte el anonimato, la inmediatez y la atemporalidad que caracterizan estos contactos crean una especie de ‘nueva realidad’ que fácilmente suprime la distancia y la diferencia y puede crear un bucle narcisista peligroso.
Las capacidades de relación que se nos ofrecen tienen un precio: reducir la intensidad y el compromiso en los vínculos que establecemos. No disponemos de suficiente capacidad para asimilar las novedades que nos llegan por medio de las innovaciones de la cibernética. El correo electrónico, por ejemplo, crea vínculos de una amplitud insospechada. Pero es posible también que contribuya a fragilizar los vínculos que adoptamos. Respondemos sin la concentración, la dedicación y el esfuerzo que exigían los antiguos medios del correo postal y los vínculos que se crean son muy frágiles.
En el ámbito religioso el narcisismo de nuestros días obliga a interrogarnos por el peso que en determinadas corrientes de la espiritualidad actual están teniendo las propuestas de unión con Dios a través del desarrollo de la autoestima, del auto-conocimiento personal o del encuentro con el «Yo profundo». Y es aquí donde cobra especial sentido la permanente insistencia de los místicos en la humildad, en el rechazo de cualquier forma de orgullo o deseo de vano honor. La humildad para el místico, significa la aniquilación del narcisismo que impide la acogida del Otro, con mayúscula. Pues mientras exista la fascinación por la propia imagen, Dios no puede manifestarse en plenitud. La propia imagen se interpondrá como una sombra o una espesa niebla que obstaculiza la manifestación de Dios. Por eso, para el místico, la humildad se convierte también en el criterio más fiable y seguro de que la experiencia de Dios no es una pura proyección imaginaria del propio yo. Si hay humildad —llegó a decir santa Teresa de Jesús— no habrá daño aunque una inspiración venga del demonio. Si no la hay, daño habrá aunque sea de Dios.
A todo esto habría que añadir un dato central de la fe cristiana: nuestro Dios se ha hecho hombre: «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros». Nuestro encuentro y nuestra vinculación con Dios posee también un rostro humano. Así nos liberamos del enorme peligro que tiene la experiencia religiosa de convertirse en lugar privilegiado para que surjan todo tipo de fantasías en las que la figura de Dios queda perfectamente difuminada y confundida con la propia realidad ignorada.
Es un Dios encarnado el de nuestra fe. Un Dios que sale al encuentro bajo los modos en los que los seres humanos podemos encontrarnos. Y un Dios, además, que sale en busca de los seres humanos, porque no es un Dios ensimismado, no es un absoluto impasible y encerrado en un «para sí», sino que, esencialmente, es como el misterio de la Trinidad nos pone de manifiesto, un Dios relación que busca, persigue y goza en el encuentro con los seres humanos.
- Manuel Sánchez Monge es obispo emérito de Santander