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TribunaEmilio de Diego

DANA, catástrofe, tragedia

Al concluir oficialmente la pandemia por coronavirus, al cabo de tres años, siete meses y veintinueve días, publiqué un deseo: ¡qué Dios trate a cada uno de los políticos implicados en aquella tragedia como se merecen! Ahora lo repito

Actualizada 01:30

Tres palabras, relacionadas entre sí por el común denominador de la desgracia, se mezclan estos días en Valencia, especialmente las dos primeras y, en menor medida, en otras partes del país: Castilla-La Mancha, Andalucía y Cataluña. La tercera se vive también, en toda España, con diferente intensidad. DANA es un acrónimo repetido hasta la náusea, cuyo significado más que conocerlo, la mayoría solo lo intuye. En principio es una depresión en niveles altos de la atmósfera, aislada y sin reflejo en superficie. Un embolsamiento de aire frío, con temperatura muy inferior al que la rodea; aislada de la circulación general y con desplazamiento anómalo. Cuando su proceso de propagación llega a la superficie provoca lluvias extraordinariamente torrenciales, que generan inundaciones, no siempre devastadoras. Hasta ahí un fenómeno natural, determinado en sus consecuencias finales, por diversos factores humanos.

Le sigue la catástrofe, un suceso que provoca daños más o menos graves. En el caso que vivimos extraordinariamente intensos, como resultado de la combinación de una DANA muy potente, y de la pésima gestión de los medios disponibles, para paliar sus secuelas. Incapacidad, intereses bastardos, sobre todo políticos, errores o no, desorganización, … amplían la huella del desastre. La manipulación de la información; la mentira como instrumento constante; la búsqueda de culpables, que obviamente existen y siempre son los otros; la intoxicación por el engaño repetido una y otra vez; la desorientación, el caos… Si sustituimos los componentes atmosféricos por los de naturaleza humana: políticos, económicos y sociales... la mayoría de los rasgos de la DANA, que conducen a la catástrofe, se aprecian en un personaje identificado por gran parte de los españoles: el presidente Sánchez por su deleznable comportamiento.

La tragedia, la tercera de las palabras con la que se escribe lo sucedido en las regiones devastadas, viene a ser la expresión del desastre. Una reacción que desbordó el pasado domingo, los límites de lo previsible, y cuyo desenlace puso de manifiesto la grandeza y la miseria del comportamiento humano. El dolor ante la representación de los sufrimientos, la emoción y el padecimiento inseparable de la hecatombe. Las conductas inaceptables conducen a la desesperación de los que soportan tanta desidia. En esa situación, el Rey habló de esperanza y confianza a quienes han sufrido tanto, a quienes han perdido tanto, que apenas podían soportar la angustia.

Viendo la actitud de S.M. recordé la magnífica lección inaugural del curso de las Reales Academias 2024-2025, dictada, apenas hace tres semanas, por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, bajo el título 'La Monarquía y la Constitución', que debieran leer cuantos españoles estén interesados por la vida política de su país. Las instituciones se legitiman por su función, y la forma en la que la desempeñan. La Monarquía es, sin duda, la piedra angular de la historia de España, de su presente y, por el carácter esencial de la Corona, su proyección hacia el futuro trascendiendo en la dinastía.

El Rey desempeña la Magistratura suprema, como Jefe del Estado, y su deber es mantenerle en plenitud. Sus palabras, entre el barro de Paiporta, aludiendo al derecho de los ciudadanos a sentir la presencia y el amparo del Estado, responden a esa obligación asumida con todas las consecuencias. Al fin y al cabo el país se refleja en sus instituciones y el pasado día 3 quedó, completamente, de manifiesto en lo mejor y en lo peor. La gallardía serena, el valor físico y moral del monarca y de la Reina, el compromiso y la lealtad para con los ciudadanos, brillaron frente a la «excesiva prudencia», por decirlo finamente, y la deslealtad del presidente del gobierno.

¡Qué difícil es reinar! Pero Felipe VI reina y el señor Sánchez no gobierna, hace otras cosas. Entre ellas mostrar una inmoralidad patológica, y una insensibilidad miserable, puestas al servicio de su desmesurado afán de poder. Nada que no sea de dominio público, pero que, desafortunadamente, empeora cada día. El secretario general del PSOE es, como diría Oscar Wilde, «un cínico perfecto que sabe el precio de todo y el valor de nada». Su último gesto condicionando las ayudas a los afectados, a la aprobación de los presupuestos para 2025, es un buen ejemplo de esto.

Sánchez es la personificación del atrevimiento, de la transgresión de las normas generales admitidas por la comunidad. Provoca en los demás una reacción de hartazgo ante su insolencia que, aunque no lo crea, acabará recibiendo el castigo merecido, como consecuencia de su ego sobredimensionado; según corresponde a los que presentan el síndrome de Hubris. Al concluir oficialmente la pandemia por coronavirus, al cabo de tres años, siete meses y veintinueve días, publiqué un deseo: ¡qué Dios trate a cada uno de los políticos implicados en aquella tragedia como se merecen! Ahora lo repito.

  • Emilio de Diego es miembro de la Real Academia de la Historia
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