Desarrollo personal cristiano
No tenemos que solucionarlo todo a través de ejercicios de mindfulness o cualquier otra técnica parecida que lo único que hacen es volver a situarnos frente a nuestra soledad individual y nuestra debilidad
Todos queremos llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos. Lo que no está siempre claro es cuál es y cómo se logra. El coaching, el desarrollo personal y la autoayuda han crecido de manera exponencial estas últimas décadas respondiendo a este afán de mejorar y, a la vez, sentirse mejor con uno mismo. Frente a todas esas ofertas, uno se puede sentir perdido y no saber qué elegir. Os propongo mi opción preferencial: para los cristianos, el desarrollo personal no es otra cosa que el aumento de la Gracia en nosotros. Esta reflexión que me encontré hace unos años en el libro de Denis Sureau, Una nueva teología política me impactó. Nos saca de este movimiento centrífugo alrededor de nuestro ombligo donde quedamos atrapados. Nos libera de esta exigencia individualista que hace que todo dependa de nuestras propias fuerzas y decisiones, lo cual, reconozcámoslo, es agotador.
En esta perspectiva que propone Denis Sureau, se nos abre un nuevo camino. Cambiamos la búsqueda del éxito por la alegría de los frutos. Madeleine Delbrêl, en su obra La santidad de la gente ordinaria, describe el potencial que tiene cualquier acción cotidiana si nos abrimos a esta nueva dimensión: «No importa lo que tengamos que hacer: una escoba o un bolígrafo que sujetar; hablar o callarse; remendar o dar una conferencia, cuidar a un enfermo o teclear a máquina. Todo esto es solo la corteza de una realidad espléndida, el encuentro del alma con Dios a cada minuto renovada, a cada minuto acrecentada en gracia (…)». De hecho, a partir de una cierta edad es una experiencia muy común la de constatar que no somos ni artista reconocido, ni director general de una multinacional o jefe del gobierno. El engaño es creer que por no destacar de forma llamativa, nuestra vida está abocada a la mediocridad.
No es lo que hacemos, que puede resultar hasta desagradecido en ciertos momentos, sino cómo lo hacemos y con qué sentido
Santa Faustina relata en su diario que una vez debía ayudar en la cocina vaciando ollas enormes llenas de patatas hervidas, lo que le costaba mucho por su constitución física débil. Cual fue su sorpresa cuando ante sus ojos se transformaron las patatas en rosas y oía: «tú pesado trabajo lo transformo en ramilletes de las flores más bellas y su perfume sube hasta mi trono». Que los lectores me perdonen la expresión, pero todos tenemos `patatas calientes´ en nuestra vida que nos cuesta manejar. No es lo que hacemos, que puede resultar hasta desagradecido en ciertos momentos, sino cómo lo hacemos y con qué sentido.
Es más, no tenemos que solucionarlo todo a través de ejercicios de mindfulness o cualquier otra técnica parecida que lo único que hacen es volver a situarnos frente a nuestra soledad individual y nuestra debilidad. Porque no se trata de construir el edificio uno solo sino más bien en comunidad. La cooperación es clave en este sentido. No la cooperación diluida, sino como la entendía San Agustín quien acuño el término. Es un `actuar con´ la Gracia en la elaboración de una obra común que no es otra, al fin al cabo, que nosotros mismos. Esta cooperación aliada a la comunión que hace que todos tiremos unos de otros, nos propulsa hacia arriba como lo describe John Henry Newman cuando afirma que «un alma que se eleva, eleva al mundo». No se trata de ser perfectos en sentido estoico. Este desarrollo personal que tanto anhelamos está a nuestro alcance si nos dejamos acompañar… ya que todos estamos llamados a la santidad.