Arte y fe
Andrei Rublev, el icono de la Natividad y el misterio insondable de la fe
Cuando Andrei Rublev pintó (escribió, dirán los ortodoxos) el icono de la Natividad, no estaba sino recogiendo en una síntesis extraordinaria de imágenes, profecías y evangelios el misterio insondable de la fe de la Iglesia
El icono es una ventana. A través de él, no sólo se mira, sino que se es mirado. Se mira porque, como tal, es un objeto de veneración abierto a la contemplación y al misterio. Se es mirado, en cambio, porque ese mismo misterio no es una realidad muerta sino que, como pura acción que es, se hace presente y acontece. Y esa es, precisamente, la clave de todo. Jesucristo, el cristianismo en sí mismo, no es una religión como tal, sino un acontecimiento. Es Dios que llega, que «acampó entre nosotros», que ha tomado un cuerpo como el nuestro para encontrar-nos y abrir nuestra vida a una esperanza infinita. «¡Ojalá rasgases los cielos y bajases!» (Is 63, 19), clamaba el profeta tras el tiempo del exilio. He ahí la Navidad. He ahí el tesoro revelado a los pequeños, a los pobres, a nosotros, que esperamos en Él.
Cuando Andrei Rublev pintó (escribió, dirán los ortodoxos) el icono de la Natividad, no estaba sino recogiendo en una síntesis extraordinaria de imágenes, profecías y evangelios el misterio insondable de la Fe de la Iglesia. Por lo tanto, podríamos decir que dicho icono es un acontecimiento del Acontecimiento, conformando toda una catequesis destinada no solo a explicar el misterio sino a tocar el corazón del que contempla, del que es mirado.
Ya en la parte superior se representa a la divinidad con un rayo que se divide en tres, en una clara referencia a la presencia de la Trinidad desde el inicio de la historia de la salvación. El rayo, al mismo tiempo, es también una imagen de los cielos que se abren, atravesando las montañas que ocupan la parte central superior y que están llenas de significado: por una parte, el monte es siempre el lugar de la revelación, de la Alianza, de la transfiguración, donde Dios muestra su potencia. Por otra parte, a nivel formal, será en las montañas donde se pueda apreciar de manera muy clara uno de los elementos más importantes de la iconografía bizantina en general, como es el de la perspectiva invertida. Ésta, opuesta a la perspectiva cónica frontal que se desarrolló sobre todo en el Renacimiento, sitúa su punto de fuga no en el interior de la pintura sino en el exterior, por lo que los planos aparecerán como levantados hacia nosotros. Esto, ciertamente, enfatizará el hecho de que el misterio representado en el icono viene a nosotros para acontecer en nuestra vida y hacerse carne. Y será precisamente ese Dios hecho carne el que adorarán tanto los magos como los ángeles (en las esquinas izquierda y derecha, respectivamente), ligados también al significado de la montaña, del «monte del Señor», como lugar de encuentro, hacia el que «confluirán todas las naciones» (Is 2, 2).
En el plano central destaca, en primer lugar, la Virgen María, recostada sobre un manto rojo. Quizá sea esta escena la que más dista de las representaciones clásicas occidentales sobre la natividad que habitan en nuestro imaginario colectivo. Podríamos decir, en este sentido, que el arte bizantino es teológico-catequético, centrado en el significado más profundo, mientras que el occidental, determinado principalmente por el renacimiento, es emotivo-sentimental. Y es que su semblante serio parece huir de cualquier referencia emotiva, situándola además en un plano opuesto al del niño, dándole la espalda. Con esto, el iconógrafo estaba reflejando la impenetrabilidad del misterio que acaba de acontecer, como si a ella misma le sobrepasara. Además, no mira al niño, sino a un punto determinado, como quien trata de asimilar todas las cosas extraordinarias que acaban de suceder, «meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Aún así, el hecho de que se sitúe entre el niño y los demás hace referencia a que ella, María como la Iglesia, es la única puerta para acceder a Jesucristo.
Desde su nacimiento, se anuncia que este niño vencerá a la muerte con su Resurrección, y que el sudario que ahora lo envuelve será la señal que verán quienes se acerquen al sepulcro vacío
Detrás de María, el Niño Jesús yace en una especie de mortaja, en lo que se asemeja más a un ataúd que a un pesebre. El mensaje que resuena con fuerza ante esta imagen profética es que, al encarnarse y hacer suya toda la humanidad, también asume su muerte inevitable. De hecho, la gruta como tal hace referencia a un sepulcro, donde resalta principalmente el color negro -la ausencia de luz- imagen de la muerte. Esta misma tipología de gruta aparecerá en otros iconos, siempre con una clara alusión a la muerte en la que se introducirá Jesucristo para liberarnos. De hecho, en esta escena, el niño en el pesebre/ataúd, y dentro de la gruta, señala la determinación de Dios por encontrar al hombre, hasta el punto de que no duda en entrar en la muerte, en el pecado de cada uno de nosotros, para rescatarnos y darnos la vida que tanto buscamos. Desde su nacimiento, por tanto, se anuncia que este niño vencerá a la muerte con su Resurrección, y que el sudario que ahora lo envuelve será la señal que verán quienes se acerquen al sepulcro vacío.
Ya en el plano inferior, vemos a un par de mujeres que dan el primer baño al recién nacido, explicitando la humanidad real del niño y no solamente en apariencia; de hecho, la presencia de estas dos parteras no solo hace referencia a su necesidad de limpieza y cuidado, sino que indica sin lugar a duda la relación carnal y fisiológica que unía al niño con su madre. Junto a ellas, el árbol que aparece en la parte central representa el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres y realizadas en Jesucristo; es, ciertamente, el «retoño que brota del tronco de Jesé» (Is 11, 1) el protagonista de la promesa de paz de Isaías.
Finalmente, en la parte inferior izquierda, se presenta a San José como un hombre con aspecto abatido, encorvado por un peso sobre su espalda que no es otro que la duda sobre la fidelidad de María. Su duda no es ajena a ningún hombre, de la misma manera que todos dudamos tantas veces ante la misericordia y la grandeza del amor de Dios. La tradición dice que el pastor que está junto a él es el demonio, y le dice susurrando: «de la misma manera que este bastón seco no puede producir fruto, un viejo como tú tampoco puede engendrar una vida y una virgen no puede parir». Sin embargo, sabemos por los evangelios que esta duda le será despejada a José desde lo alto a través de un sueño y que, también él, será capaz de entrar de lleno en este misterio insondable. Y aún sin entender todo por completo, la figura del padre en la sombra en este icono es también una invitación a dejarnos penetrar por el acontecimiento de Dios, capaz de cambiarlo todo y llenarlo de una profunda alegría ya que, como dice San Máximo el Confesor, «el cielo y la tierra se unen, y Dios ha venido hoy a la tierra y el hombre ha subido a los cielos».