Volver a ser un niño
Los jóvenes que están sobreviviendo a los (no) vestidos de Pedroche y otros opiáceos mediáticos, a la psicosis sanitaria, recordarán estos días como algo extraordinario. Y así debería ser porque es ley de vida
Como ponía en el meme que circuló hace un par de semanas, no sé si podremos superar un fin de año tan emblemático como aquel del 87. Sabrina Salerno marcó nuestra temprana adolescencia enseñando su exuberancia un poco sin querer, pero queriendo. Muy a su no pesar. Aunque aquellos «cántaros de miel», o más bien de silicona, debían pesar lo suyo. Tanto como la indignación de nuestros mayores ante tamaña vulgaridad. Para algo habían hecho una guerra. «¡Estos socialistas, ya se sabe!…». Y aunque la frase no haya cogido una sola arruga en 34 años, que entonces fuera exclamada por señores de bigotillo fino (tipo movember excombatiente), acongojaba más. Los pobres no intuían que el socialismo español estaba en pleno desmogue. De la pana y la tortilla en un pinar, a las sedas barriosalmantinas de Loewe, los reservados en Zalacaín y los visones de Benarroch.
El muro todavía estaba en pie y los Ceaucescu no estaban contra la pared. El fin de la Historia no tocaba, de momento. Vivíamos la «power época». Todo consistía, más o menos, en ver quién la tenía más grande. Desde la ojiva nuclear hasta la hombrera del traje, la huelga o la embarcación en Mallorca. Los perfumes eran rotundos y tenían el mismo cuerpo que Schwarzenegger. Los negocios no eran tal, sino «pelotazos». España era el lugar ideal para hacerse rico en poco tiempo (palabrita de ministro del PSOE) y las mujeres en edad de merecer se dejaban seducir por yuppies como el «divino y superficial» Rufino, jefe de una empresa de publicidad que olía a Givenchy, leía el ABC y vestía traje de tweed (cuando no se disfrazaba de moderno).
Los directivos y magos de las finanzas eran los semidioses del momento
Luz Casal tenía razón. Los directivos y magos de las finanzas eran los semidioses del momento. Gracias al telediario de la primera cadena aprendimos lo que era una OPA hostil, como la que inició el Banco de Bilbao contra Banesto semanas antes de que la italiana «cantara» en el especial televisivo de Nochevieja. Ya estábamos cansados de imágenes de la guerra de Irán-Irak y del coronel Oliver North uniformado como Clint Eastwood en El Sargento de hierro. Era más entretenido lo de la OPA y ver quién ganaba en esa pelea de gallos entre la burguesía bilbaína y el viejo dinero aristocrático madrileño representado por un tal Mario Conde, brillante joven que acababa de hacerse con un importante paquete de acciones de Banesto.
Los chavales «bien» querían seguir su ejemplo y estudiar en alguna comercial jesuítica. Soñaban con triunfar en las finanzas y en los platós de televisión. Todo para que Julia Otero, peinada como un gremlin, les pusiera ojitos y sonara el Me duele la cara de ser tan guapo cuando irrumpieran en el estudio. Pero también para tener mesa fija en Jockey, ir a la Feria de Abril con las Ray-Ban de espejo, invertir en Picassos y tirar venados en los montes de Toledo.
Hablando de venaos y cochinos (a los que les gusta la gasolina), quedaba casi una década para la tímida irrupción de los ritmos caribeños venidos de Puerto Rico y por ahí. La chavalería patria se solía conformar con el pop, europeo o de aquí. Aquellos sintetizadores, organillos y letras de rima simplísima hoy pondrían los pelos como escarpias a más de uno, una y «une». Estrofas del tipo: «Yo que puse toda mi ilusión en esta violación», o lo de los cariñitos que a Mecano le parecían una «mariconez».
Eran los mismos jóvenes a los que el primer número de la reedición del suplemento dominical Blanco y Negro rendiría homenaje a principios del año 1988. «Cada vez más niños VIP», rezaba la entradilla más alta de la portada. Blanca Suelves y Valeria Montenegro eran una imagen aspiracional en la España del nuevo régimen donde las fronteras sociales se desdibujaban cada vez más.
La Movida no fue más que un shock cultural bastante localizado. Cuando todo ese humo se disipó, ya estábamos metidos en el principio de lo que vivimos hoy. El verdadero cambio político y social se produjo hacia finales de los 80. Lo anterior había sido como hacer el rodaje a un coche nuevo. Las piezas se habían ido acoplando y ya podíamos pasar de las 3.500 revoluciones por minuto. Y a fe que hemos estirado el motor.
Mentiría si dijera que aquello era todo luz y color. La reconversión industrial, que aceleró Bruselas, hizo que el paro alcanzara niveles nunca vistos hasta entonces; la escoria etarra seguía matando; la droga había alcanzado brutalmente a toda una generación, la que hoy está cerca de jubilarse; muchas zonas céntricas eran guetos y la corrupción política ya empezaba a sentirse.
Si bien Rilke afirmaba que la verdadera patria del hombre es su infancia, la juventud es donde residen los sueños, donde se forja la ilusión. Y, estando segura de que cada generación tiende a pensar que la posterior está en franca decadencia, los jóvenes que están sobreviviendo a los (no) vestidos de Pedroche y otros opiáceos mediáticos, a la psicosis sanitaria o a tiranuelos emasculados que quieren «enmerdar» la vida de una parte de la población, recordarán estos días como algo extraordinario. Y así debería ser porque es ley de vida.
Para los de mi quinta, no sé si hay un Rambo que pueda combatir a los nuevos «charlies» y, a pesar de que ya no llueva café en el campo, ni exocets sobre los buques de su graciosa majestad en las Malvinas, quizá sea tiempo de volver a ser un niño, y más en estas fechas. Espero que sus verdaderas Majestades les hayan traído toda la ilusión que merecen, incluso si son liberales de la escuela de Teruel.