Maldita nostalgia política
La nostalgia en sí misma es algo estupendo pero la nostalgia política es un mal que debe ser desterrado. Porque lo que para mí era el orden normal de las cosas hoy está del revés y, si odio la nostalgia política, es porque soy conservador
Soy uno de esos que detesta la nostalgia política, que abomina de su aparición en el foro y que considera que es la perversión moral en la que coinciden todas las extravagancias contemporáneas de uno y otro lado. No me gustan las caricaturas del tipo «rojipardo» o «neorrancio», y no porque no tengan algo de verdad, sino porque refuerzan lo que critican.
Yo, como Carl Schmitt, diría: «Definidme como queráis, pero no de romántico». Cada uno tiene sus propias líneas rojas, y la mía, vaya usted a saber por qué, es la nostalgia política. Es el Rubicón que no cruzaría nunca, la guerra civil que no me gustaría desatar, el cáliz del que nunca beberé. El alemán podría aceptarlo todo menos el romanticismo, decía, y no era un recurso retórico, iba en serio. Sabía que «el romanticismo político aparece como 'fuga al pasado', como glorificación de arcaicas y remotas condiciones sociales y como regreso a la tradición». Y que tras su benévola aparición en forma de una posible recuperación de la Arcadia perdida, «el mundo burgués aísla al individuo espiritualmente, lo remite a sí mismo y carga sobre él todo el peso que antes estaba repartido».
No tengo el don de la armonía ni la capacidad de pulir todas las aristas de la realidad, pero sí tengo la suerte de estar bien acompañado en esta tribuna polifónica, y por eso me atrevo a poner el contrapunto. Me atrevo porque antes Carlos Marín-Blázquez ha sentado las bases, porque ha derramado el «aroma de pertenencia que, difundiéndose desde el pasado, nos alcanza a veces mediante el eco luminoso de una palabra: nostalgia»; porque ha dicho que «reivindicar la nostalgia no significa renegar del futuro», y porque tiene razón cuando denuncia que toda referencia al pasado se haya vuelto sospechosa. Y porque lo ha dicho, y lo ha dicho tan bien, yo entonces puedo contrapuntear e insistir en que la nostalgia en sí misma es algo estupendo, pero que la nostalgia política es un mal que debe ser desterrado.
Lamento que hoy el mundo se haya vuelto loco, que sean los mayores los que están cabreados con todo
Porque a mí también me gustaría enseñorearme de mi nostalgia y así poder añorar los tiempos en que los chavales iban al «gallinero» del Bernabéu y miraban más al fondo sur que al palco, coreaban «Ellos dicen mierda», de la Polla Records, y creían liberar el mundo cantando: «Mogollón de gente vive tristemente/Y van a morir democráticamente/Y yo, y yo, no quiero callarme». También sé mirar atrás y llorar por aquellos tiempos en los que los viejos eran viejos, y los niños, niños. Cuando la madurez se asociaba a la prudencia, y los niños tiraban piedras. Lamento que hoy el mundo se haya vuelto loco, que sean los mayores los que están cabreados con todo, y los jóvenes los que se fuman un puro jugando al dominó. Porque todo esto es alucinante, porque el nacionalismo reivindicativo ya es algo carca y los hijos sienten vergüenza ajena de sus padres y sus danzas macabras a la luz de las velas.
A mí me corroe la nostalgia de un mundo pasado en el que los jóvenes tenían más vida por delante que por detrás. Podían medirse con sus mayores porque las canas resistían las idioteces de la pubertad, y lo que me pasa es que no soporto ni a un veinteañero con voz de viejo, ni a un carroza con capucha. Porque lo que para mí era el orden normal de las cosas hoy está del revés y, si odio la nostalgia política, es porque soy conservador. Veo a los viejos hacer de niñatos, y a los niños disfrazarse de veraneantes en Brideshead, sin ver venir que fue a ese romanticismo al que Evelyn Waugh atribuyó las causas de la guerra.
Puestos a tener nostalgia, a mí me corroe una muy grande, pero es la mía y seguramente no coincide con la tuya, pero en lo que sí que coincidimos es que tenemos un gran futuro por delante y, nos guste o no, es compartido.