Cuando nuestros diputados querían «dar su sangre por defender al Papa Pío IX»
Al ser España en aquella época, a mediados del XIX, una 'nación católica', todo lo que tenía que ver con el Papa se consideraba «un asunto de familia»
La proclamación de la república en Roma, en 1848, supuso el exilio del Papa Pío IX a la ciudad de Gaeta, y el comienzo del fin del poder temporal de los papas. El respaldo o no al pontífice frente al nuevo gobierno italiano «fue el punto esencial de la política española en aquellos años», ya que marcó la división ideológica entre dos grandes grupos, según asegura el historiador del CSIC Fernando García Sanz. Los moderados, de hecho, apoyaron el envío de tropas para restituir el poder del pontífice en 1849. Un hecho muy relevante, ya que «fue la última vez que España enviaba tropas para intervenir en un conflicto en Europa hasta la guerra de Yugoslavia, al final del siglo XX», según García Sanz. Una intervención en la que nuestro país colaboró con Francia y Austria y que logró que Pío IX volviera a gobernar Roma, al derrotar a los republicanos.
Al ser España en aquella época una 'nación católica', todo lo que tenía que ver con el Papa se consideraba «un asunto de familia», algo que despertaba sentimientos encontrados en uno y otro bando. De hecho, en el Congreso de los Diputados algunos parlamentarios se mostraban dispuestos a «dar nuestra sangre para defender al Papa». Frente a ellos, desde el grupo progresista se insistía en que «la autoridad de la Iglesia no se menoscaba por tener menos tierra». Quien asumió el gobierno a partir de 1856, el general O’Donnell, ya no era partidario de mantener el cada vez más reducido poder temporal del Papa, aunque hiciera tímidas protestas ante la desaparición de los estados pontificios.
La realidad es que al llegar el 20 de septiembre de 1870, cuando las tropas de Garibaldi entran en la ciudad de Roma y acaban con el gobierno pontificio, España no hace nada por defenderlo. El general Serrano, regente del país a la espera de un nuevo rey, tiene otros problemas por delante y nadie mueve un dedo por frenar a quienes arrebatan el poder temporal al Papa.
Las relaciones diplomáticas con España
La desaparición de los estados pontificios y el enfrentamiento directo del Papa Pío IX con el liberalismo, hasta el punto de prohibir a los católicos participar en la política italiana, afecta a España. Mateo Sagasta, quien preside el consejo de ministros en España desde 1871, se enfrenta en esos momentos a una guerra en Cuba y a la sublevación carlista, un conflicto que tiene un trasfondo religioso importante. Por ello, las relaciones con la Santa Sede se cuidan especialmente, para evitar dar soporte ideológico a los tradicionalistas.
La diplomacia de España con la Santa Sede y con Italia es esencial en esos años. De hecho, el historiador Fernando García Sanz asegura que «España solo tiene dos embajadas permanentes de alto rango, que son París y Roma», por todas las implicaciones que tienen en la política nacional. A Roma se envía a políticos con experiencia, ex jefes de Gobierno o personas que han ejercido anteriormente como ministros. Por el palacio de Piazza di Spagna desfilan Ríos Rosas, Istùriz, Sartorious o Benavides, entre otros grandes nombres.
El periodo dorado de la diplomacia española en Roma se sitúa entre 1887 y 1895. García Sanz afirma que Italia ve en España una vía para llegar a solucionar el enfrentamiento con la Santa Sede. El presidente del Gobierno italiano le pide a España que le ayude en la negociación. De hecho, es con Rafael Merry Del Val como embajador, entre 1893 y 1901, cuando se producen los contactos directos para una negociación que no fructificará hasta los acuerdos de Letrán, en 1929. Se ponía fin así a «la cuestión romana», que había polarizado la política española durante toda la segunda parte del siglo XIX y principios del XX.
El historiador Fernando García Sanz ha presentado esta visión de las relaciones entre España y la Santa Sede dentro de un ciclo de conferencias que conmemora los 400 años del Palacio de España. Ha sido organizado por la Embajada de España ante la Santa Sede, en colaboración con la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, del CSIC. El encuentro estuvo presidido por la embajadora de España ante la Santa Sede, Isabel Celaá.