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Isidro Catela

¿Por qué no puedo matar a mi hijo?

A las puertas de una catedral norteamericana, una mujer representaba una performance en la que gritaba: si Dios mató a su hijo, ¿por qué no puedo matar yo al mío? Sus conocimientos de Teología no parecen muchos, pero la pregunta que lanza a bocajarro no puede ser más certera

Actualizada 09:13

Al albur de la filtración de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano sobre la prohibición del aborto en Estados Unidos, estamos asistiendo a un espectáculo que retrata la indigencia de quienes, por incapacidad o por estrategia política, siguen anclados en argumentos del tipo: «el aborto es una cuestión cerrada», «cada uno con su cuerpo hace lo quiere», «el embrión no es más que un conjunto de células», «es cuestión de fe creer que lo que hay ahí es un ser humano» o «también abortamos cuando eyaculamos». En España, todo se complica y se vuelve, si cabe, aún más frívolo y chusco, porque es bien conocida la pericia del actual Gobierno para tratar de ganar en los ríos revueltos, y, en tal tesitura, ha decidido sacar una nueva ley abortista, adelantar por la izquierda al Tribunal Constitucional que lleva 12 años recordándonos que no decidir es decidir, y enfangar el debate público con cuestiones tales como los 16 años de las adolescentes y los permisos paternos, el IVA de los productos de higiene femenina y las bajas por las reglas dolorosas. Se equivocan, no obstante, quienes piensan que esto no es más que una nueva cortina de humo para tapar espionajes de Mortadelo y Filemón. Es compatible el usar estas «cosillas» para esconder vergüenzas y distraer la atención, con el hecho de que esas cuestiones (de vida o muerte) estén bien inscritas en el ADN de quienes hace muchos años que entendieron que lo de asaltar el poder cultural es previo al asalto del poder político.

En este cruel sainete, que se lleva por delante 73 millones de vidas humanas al año en todo el mundo (aproximadamente 100.000 en España) hay una luz que nos deslumbra ya durante el túnel; un muro infranqueable que los adalides de la muerte no van a poder saltar y que, sin caer en ingenuidades estériles, me hace pensar -con fundamento – que, por muchas batallas que se pierdan, suceda lo que suceda en EE.UU. o en España, la guerra del amor y de la vida está ganada. Lo creo firmemente y me basta para ello con apartar, por un momento, la hojarasca y ver el claro del bosque: es el quid de la cuestión el que nos asegura que el aborto será siempre un asunto abierto, en el que la razón acabe por alzarse frente a la barbarie. No es otra cosa ese quid que lo esencial o el punto clave de lo que está en disputa. Así como lo accidental, por importante y grave que nos pueda parecer ahora, es discutir sobre los 16 años, los 15 o los 14; o incluso sobre los plazos laxos de un aborto legal a las 14 semanas o a las 22, lo medular es si abortar es matar a un ser humano que va a nacer o si, pongamos por caso -en homenaje a una inolvidable ministra-, es algo así como ponerse unas tetas.

Las legislaciones han ido necesitando un determinado humus cultural y lo han procurado

Entre la gran cantidad de vídeos virales que me han llegado estas semanas, me ha conmovido especialmente uno que, creyendo cerrar la cuestión, la abría en canal, porque apuntaba con crudeza al quid citado. A las puertas de una catedral norteamericana, una mujer representaba una performance en la que gritaba: si Dios mató a su hijo, ¿por qué no puedo matar yo al mío? Sus conocimientos de Teología no parecen muchos, pero la pregunta que lanza a bocajarro no puede ser más certera. Esa es la cuestión central: matar al hijo, cuando ya se ha matado antes al padre (aunque sea por la vía simbólica de la cancelación) y se pone en riesgo la salud integral de la madre. Es la coherencia radical de Peter Singer cuando en su manual para tanatófilos, «Repensar la vida y la muerte» afirma, sin pudor, que deberíamos aprender de otras culturas y legalizar el infanticidio.

Ya se pueden poner como quieran, pero esto no hay quien lo cierre. Va a quedar abierto, primero porque es propio de cronólatras el identificar progreso moral con el avance el calendario. ¡Cómo vamos a retroceder hasta la Edad Media!, dicen quienes no suelen saber nada del medievo. Va a quedar abierto, también, porque es pretensión inútil tratar de abarcar la totalidad de la complejidad humana con la ley; una ley que sería de punto y final, de no retorno, y que sería palabra de dios –con minúscula, claro–, intocable; una ley que, por lo tanto, arrasaría –si es que pudiera– cualquier atisbo de libertad en el espacio público, cualquier iniciativa de la sociedad civil que la cuestionara y, por supuesto, cualquier rayo de luz en la conciencia de cada cual. Veamos de forma rápida por qué yerran los que creen abarcar esa totalidad (totalitarios) y tratan de intimidarnos diciendo que el aborto es una cuestión cerrada para siempre.

Es cierto que, con mirada alicorta, la batalla está perdida. Las legislaciones han ido necesitando un determinado humus cultural (esa dramática aceptación social del aborto de la que hablaba Julián Marías en el siglo XX) y lo han procurado. Han conseguido que fuera calando la idea de que matar no es matar, o de que –fuera máscaras– matar puede ser bueno, legítimo y legal. Pero las evidencias científicas son tozudas: el concebido, que aún no ha nacido, pero que -muy probablemente- va a nacer, si no se lo impedimos, no es un ser humano en potencia, sino una realidad biológica que existe desde que se constituye su identidad genética; un ser único e irrepetible, un cuerpo distinto al de la madre, que crece y se desarrolla en ella y en íntima dependencia de ella. Hay vida humana desde el momento de la fecundación y durante las fases embrionarias y fetal. O defendemos la dignidad ontológica de todos los seres humanos, o se verá comprometida y sometida a consensos, reducida a un mero y arbitrario acuerdo de plazos, que –como muestra la experiencia– serán plazos cada vez más amplios para acabar afirmando que aquí lo que importa (además de saber quién manda) será exaltar la libertad individual de cada cual para hacer lo que le venga en gana con la vida de su hijo. Por supuesto que una mujer puede decidir si es madre o no, pero –escuchemos a la protagonista de la performance– lo que está en juego no es eso, ni su madurez o inmadurez a los 16, sino si, una vez que ya es madre, puede acabar con la vida de su hijo. Ese es el quid. Fumar puede matar. El aborto mata. Y el médico, con buen criterio, te recomienda que no fumes para no dañar al hijo que llevas en tu vientre. Ese hijo que es ya, antes de nacer, sujeto de algunos derechos (es heredero legítimo, por ejemplo), pero que tiene el derecho a la vida sometido a la voluntad de otros. Y por este ojo de aguja no puede pasar camello tan grande.

A la pérdida de la razón, una nostalgia de lo bueno y una recuperación del sentido común

Proabortistas del mundo, el mal no tiene la última palabra, que no os engañen. Costará más o menos tiempo, pero tenéis esta diatriba perdida. A la pérdida de la razón, a la brutalidad de la que muchos nos avergonzamos ya, y muchos más se avergonzarán en el futuro, le sucederá –más pronto que tarde– una nostalgia de lo bueno y una recuperación del sentido común; una revolución imparable en favor de la vida, que, latente, prende hoy con mucha fuerza entre los jóvenes: toda la vida y la vida de todos, especialmente la de los inocentes y vulnerables, entre los que se encuentran los seres humanos que van a nacer, aunque aún no puedan hablar ni votar. Viene una auténtica revolución de las conciencias. Revolutio que, etimológicamente y de forma genuina, no hace referencia a quemar contenedores ni a vivir colgado de un eslogan, sino a darle vueltas a las cosas, a discernirlas a fuego lento, siempre con la razón abierta, siempre dispuestos a poder no tener razón, y a preguntarnos, entre otras muchas cosas y muy en serio: ¿por qué no puedo matar a mi hijo?

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