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Échale un galgoRicardo Morales Jiménez

Los muertos se lo pasan pipa

Los muertos se ríen de los pactos terrenos porque suficiente curro tienen compartiendo la mesa con el cordero inmolado durante toda la eternidad. Y cuando uno se lo pasa bien, tiene que estar atento de que los querubines no dejen de regar la copa

Actualizada 11:27

En los corrillos de hastiados y ociosos, con dos o tres copas de más en el cuerpo, o con dos o tres horas de sueño de menos, hay una pregunta que puede surgir cuando lo anodino viene con su rumiar macilento a visitarnos: «¿Qué harías si este fuera tu último día de vida?».

Los que andan en la clausura libremente acogida dirán que exactamente lo mismo que el día anterior: rezar, comer, pasear, comulgar, dormir y volver a rezar. Los que andan en la clausura que se han ido imponiendo con su noes y tantos síes a lo circunstancial exclamarán que ponerse hasta las tetas de lo que sea y tratar de hacerse con un contacto raruno para que al final les pille con alguna parte del cuerpo en el último espasmo de vigor, por no tener ni tiempo ni capacidad ni nadie que les dedique una última confesión –aunque sea pagana– para remendar toda una existencia hecha de harapos y jirones. El resto de los mortales, que bregan entre estas dos aguas según el día, seguramente se inclinen entre el capricho y lo apacible; entre la serenidad y la última canita al aire que oferte una gran superficie a precio de liquidación total.

Pero todo esto son cosas de vivos. A los muertos, sencillamente, les da lo mismo. Suficiente tienen con situarse frente a sus respectivos dioses –en ese momento Uno y sin tricornio fiscalizador–, y cantar jubilosos su entrada en el club de los selectos, de los redimidos.

Dicho esto, las tres religiones monoteístas de Occidente tienen una idea muy concreta de lo que el paraíso es, pues ya lo tienen puesto por escrito.

Para que los hijos sobrevivientes a Bobiana Aído, a los pasillos de Élite y a la segunda edición del FIB entiendan de lo que les estoy hablando: el paraíso, para vosotros, analfabetos de sentido, deben ser sesiones de chemsex de crónica blanca, parecidas en lo extático a aquellas por las que pierde el culo nuestra generación de amor simiesco con ticket en la carnicería digital, tal y como viene reflejado en la portada que le han puesto a Jimina Sabadú en «La conquista de Tinder».

Debe ser un festival de clima mediterráneo con vírgenes por doquier, una copa llena para publicanos arrepentidos y prostitutas honestas, y la miel que rocía las bocas de los que lamentaron junto a un muro arcilloso las penas, delitos y omisiones de otros muertos que les precedieron.

Afeamos el ocio ajeno porque llevamos años acomodando los riñones al terciopelo del ataúd

Lo decía De Prada en una conversación con Democresía en la Universidad Francisco de Vitoria: «Le hemos perdido el temor a Dios». A lo que le agrego: «Y su obra, que ya está bastante lograda». Váyase, si no, a ver un atardecer en La Pradera de San Isidro post-confinamiento o un amanecer en el Embalse de Santillana en Manzanares el Real.

No nos creemos lo único que nos ha sido realmente prometido: la vida está bien hecha. Sin embargo, el hombre se aferra a su miseria hasta convertirla en un sadomasoquismo que tirantea el corsé del alma. Estamos incapacitados para ver la hermosura en lo cotidiano y por este pecado seremos juzgados. Retorcemos la amistad para ver nuestras bajezas; apilamos nuestras envidias como formas siniestras de admiración –que indica J.G. Maestro–; afeamos el ocio ajeno porque llevamos años acomodando los riñones al terciopelo del ataúd.

Por eso hay que leer la Biblia, el Corán e ir a Tierra Santa; por eso hay que entender los cautivadores relatos que apresan a los seres narrativos más sofisticados –incorporo toda la tradición greco-latina e hispánica y alguna cosa destacable de Averroes– desde hace milenios, y que vienen a concluir en el mismo punto: no hay revolución plausible sin la máxima comprensión de la realidad; no hay creatividad posible sin el contraste perenne de la injusticia; no hay originalidad accesible sin el regalo que nos da con su vida el otro y el don que es, a fin de cuentas, una «familia normal».

Los muertos se ríen de los pactos terrenos, queridos Llorente, Álvarez de las Asturias y García-Máiquez, porque suficiente curro tienen compartiendo la mesa con el cordero inmolado durante toda la eternidad. Se lo pasan pipa pensando que nuestras rencillas de lavaplatos o nuestros aciertos en el aniversario de turno van a condicionar la relación con ellos en el paraíso. No. La alianza con los otros, aunque sean nuestros otros, tiene, gracias a Dios, una fecha de caducidad con cada sepelio y sermón descafeinado para despachar una vida que no ha sido sino un átomo más en un espacio-tiempo del que lo ignoramos casi todo.

Pero, gracias a Dios, una vez más, no es así con Él. Así viene reflejado en el contrato que libremente ha adquirido con nosotros pues tiene la obligación de hacer nuevas todas las cosas, no parchearlas. Al menos eso es lo que está por escrito.

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