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El sacerdote James Mallon con José Antonio MéndezDavid Gallardo

Entrevista al sacerdote canadiense

James Mallon: «La Iglesia necesita renovarse, pero no podemos cambiar nuestra fe para complacer al mundo»

«El inmenso cambio social de nuestra época nos está llevando a una nueva era apostólica, en la que hacer discípulos no es algo opcioal», afirma el autor de Una renovación divina

Este sacerdote canadiense ha revolucionado la acción evangelizadora de la Iglesia en cientos de parroquias y comunidades de todo el mundo. Su libro Una renovación divina se ha convertido en un referente eclesial, que ha ayudado a que miles de personas vuelvan a la fe. Acaba de visitar España para participar en el Encuentro SED, organizado por Cursos Alpha y celebrado en el colegio CEU de Alicante. Y ha hablado en exclusiva para El Debate.

–Hoy se habla cada vez más de la necesidad de una renovación pastoral en la Iglesia. Pero, ¿a qué nos referimos exactamente?

–A lo largo de los siglos siempre ha habido una llamada a la renovación en la Iglesia. Ahí tenemos los concilios, el nacimiento de las órdenes religiosas... Porque la Iglesia renace en cada generación, también en el momento presente. Alguien me dijo que Dios no tiene nietos, sino hijos. Así que la fe tiene que nacer en los corazones literalmente de cada generación, o deja de existir. La renovación es atributo de la Iglesia, y el mismo Jesús dice: «Yo hago nuevas todas las cosas». La cuestión es detectar cuál es la tarea principal en nuestros días, en los que no vivimos una era de cambio sino un cambio de era, como dice el Papa.

–¿Qué consecuencias tendrá ese cambio para la Iglesia?

–Estamos siendo testigos de una de las mayores y más rápidas transformaciones sociales y culturales desde el siglo XVI, cuando se dio la invención de la imprenta y la Reforma protestante. Hoy hemos abandonado una cultura que había sido moldeada por la fe cristiana, una sociedad que daba por sentado y que veía bien cosas como creer en Dios y la ética derivada de la fe cristiana. Hasta hace poco, aunque no hicieras nada, eras miembro de la Iglesia. De hecho, tenías que decidir voluntariamente hacer ciertas cosas, o no hacerlas, para dejar de ser miembro de la Iglesia. Hoy es al contrario: si no haces nada, no serás miembro de la Iglesia. Hoy tienes que optar por entrar. Este inmenso cambio social nos lleva a lo que yo llamaría una nueva era apostólica, es decir, una nueva era donde la misión no es opcional, y no se produce en una tierra lejana, sino a las puertas de nuestra casa. Aunque justo ahí está el problema.

–¿A qué se refiere?

–A que nuestro pensamiento, nuestras reflexiones, nuestros modelos pastorales, nuestros métodos… todavía se basan en un mundo que ya no existe. Seguimos actuando como hace 60 años, como si aún viviéramos en una sociedad cristiana, cuando no es así. Y no es que esas formas de hacer las cosas no funcionaran en el pasado. Es que en aquel pasado, el mundo era muy diferente. Así que no hay alternativa: tenemos que renovar nuestras metodologías. Pero con cuidado, porque lo que no podemos es cambiar nuestras creencias centrales, nuestra doctrina o nuestra ética para apaciguar de alguna manera al mundo, para complacerlo y ser atractivos para el mundo. Porque el mundo y la ética de una sociedad también cambian con cada generación. Así que, si esa hubiera sido una estrategia válida, la Iglesia habría dejado de existir en el siglo VIII. No se trata de complacer al mundo, sino de cambiar nuestros métodos para que se adapten mejor a esta nueva cultura poscristiana en la que vivimos.

–¿Y qué es lo más importante en esta nueva forma de ser Iglesia?

–Redescubrir el propósito central de la Iglesia. Un escritor estadounidense, Stephen Covey, dijo una vez lo principal es mantener lo principal como lo principal. Así que lo más importante es que no olvidemos qué es lo principal en la Iglesia. Esto supone un retorno a la fuente primera, un retorno a los Evangelios y un retorno a la misión que Jesús dio a la Iglesia, y que está en el último capítulo del evangelio de Mateo, en el pasaje llamado «la Gran Misión»: «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones, y bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado». En el centro de esa gran misión está el mandamiento de ir y hacer discípulos. Y luego ya bautizamos y enseñamos. Pero lo esencial hoy es hacer discípulos.

«Hacer discípulos, no sólo catequesis»

–¿Y qué significa eso?

–Desde luego, no es lo mismo que ser simplemente un católico observante que hace cosas en la parroquia. Un discípulo es un aprendiz, un seguidor de Jesús, alguien que ha encontrado al Señor y ha tomado la decisión de seguirlo, porque ha iniciado un camino de profundización, de relación con Él para llegar a ser como Él. Eso es un discípulo. A veces esperamos que personas que no son discípulos actúen como si lo fuesen. Pero ninguna cantidad de información o de argumentos ayudará a la gente a convertirse en discípulos. El discipulado comienza con el corazón, y luego involucra a la cabeza y a las manos. La tarea esencial de hoy es hacer discípulos, no sólo celebrar sacramentos o hacer catequesis.

–Que es justo lo que más se hace en nuestras comunidades…

–Ahora hacemos catequesis y celebramos sacramentos. Y a muchos de los que pasan por ellos, nunca los volvemos a ver. ¿Por qué no vuelven? Porque no hemos tocado sus corazones. No hemos hecho discípulos. Nuestra dinámica principal es el consumismo religioso.

–¿El consumismo religioso?

–Así es. Estamos formando consumidores de religión. Y los consumidores valoran sobre todo dos cosas: que te apetezca, y que tenga precios bajos. Así que la gente dirá a menudo: «Prefiero ir esta misa o aquella otra porque me viene mejor la hora, o me gusta más este método porque me satisface más». Piensa en los procesos sacramentales: las personas buscan la manera más fácil y rápida de conseguir lo que quieren. Nuestra vida, también en la Iglesia, está a menudo moldeada por esta dinámica de consumo, que no produce vida, porque no lleva a la gente a una relación de alianza con el Señor. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a un punto en el que el valor central es la comodidad? ¿Cómo pasamos de afirmar que seguimos a un Señor que fue clavado en una cruz, a movernos por lo que nos viene bien? Si no hacemos discípulos, nos volvemos egoístas. Tenemos que darnos cuenta de que, en realidad, no se trata de nosotros. La fe nos ha sido confiada como administradores, y el Señor va a pedirnos cuentas, como el amo que dio su dinero a los sirvientes en la parábola.

Una Iglesia pequeña

–A pesar de que hay más católicos más comprometidos que las generaciones anteriores, la Iglesia en occidente está en retroceso. ¿De verdad cree que Europa volverá a ser social y culturalmente católica?

–Social y culturalmente católica, no lo sé. Si tuviera que elegir, probablemente diría que no. Y diría que no… gracias a Dios. Porque si miras la historia, cuando la Iglesia ha tenido influencia social y poder espiritual, es cuando ha sido débil, cuando ha entrado en declive y ha experimentado la corrupción interna. Sin embargo, la Iglesia nunca ha sido más fuerte y vigorosa que cuando es perseguida y pequeña. No digo que debamos buscar intencionalmente ser una Iglesia pequeña, pero sí digo que pensamos en Jesús: cuando Él vio a las multitudes, huyó de ellas porque querían hacerlo rey. Huyó del poder terrenal. Al contrario, habló mucho de la dificultad de ser su seguidor. Es casi como si lo hiciera todo lo posible para no ser un popular. Creo que la Iglesia debería buscar ser fiel a Jesús como nuestra vocación principal. Y si somos fieles a Jesús, entonces tendremos el tipo correcto de influencia e impacto en la sociedad. Porque, en última instancia, la iglesia es fuerte. Jesús dijo que cuando fuese levantado, atraería a todos hacia sí. Por eso pienso que la tarea principal de la Iglesia es levantar a Jesús y dejar que Jesús atraiga a la gente hacia sí.

–Pero si la Iglesia se conforma con ser una minoría, ¿qué pasa con todas las almas que se perderán por no conocer al Señor?

–Eso tiene que ver con el celo misionero. Y la verdad es que cuando la Iglesia está en minoría es cuando el celo misionero es más fuerte. A veces, cuando somos mayoría y todo el mundo es supuestamente cristiano, el celo apostólico acaba por ser inexistente. Así que no creo que se pueda equiparar el llevar almas a Cristo con lo dominante que la Iglesia sea en un vis a vis con la sociedad. Por eso la pregunta sigue siendo: en esta nueva era, ¿vamos a seguir apostando por métodos de hace 50 años, o vamos a dar prioridad a aquellos que nos permitan anunciar a Jesús, dejar que la gente pase tiempo con Él, y hacer discípulos misioneros?