Europa, sé tú misma
El enemigo es consciente de nuestra debilidad, pero también conoce bien nuestra fortaleza. Por eso no quiere que volvamos a Dios
Cada día que pasa es más evidente que Europa camina incómoda por un sendero que no le es familiar y en el que, de forma fácilmente reconocible, se encuentra algo desorientada. Los pilares sobre los que se construyó se tambalean y el continente desde el que se evangelizó el mundo navega sin rumbo por aguas que no reconoce como propias.
A finales del año 1982, el entonces Vicario de Cristo y hoy Santo, San Juan Pablo II, ya intuía con meridiana claridad la crisis en la que los europeos, a veces por decisiones propias y otras por factores ajenos a ellos mismos, se estaban adentrando. Un camino de difícil retorno que, más pronto que tarde, afectaría al curso de la historia, no solo del llamado viejo continente, sino de toda la humanidad. Ese tiempo ya está aquí, ya ha llegado y recordar parte de ese discurso parece más necesario que nunca.
Decía el Santo Padre que lanzaba un grito a Europa: «Vuelve a encontrarte. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo».
Pues bien, parece que hemos dado al César lo suyo pero nos hemos olvidado de la parte que correspondía darle a Dios. Y así nos va. Europa parece cansada, como ese enfermo que ha perdido la esperanza o, lo que es aún peor, como un ciego que no puede o no quiere ver. El enemigo es consciente de nuestra debilidad, claro, pero también conoce bien nuestra fortaleza. Por eso no quiere que volvamos a Dios y nos busca todas las distracciones posibles para conseguir tan vil propósito. No lo permitamos. No dialoguemos con él. Nos va la vida en ello.
Estos meses, peregrinando por el sur de Europa, camino de la tierra que vio nacer, crecer, morir y resucitar a Jesús, me han servido entre otras cosas para observar, desde el silencio y la oración, la situación de desconcierto que vive este rebaño que se ha olvidado o que ha decidido vivir sin Su Pastor. Y digo rebaño porque los principales responsables de esta deriva somos en gran medida los cristianos que, atraídos por lo mundano, hemos ido poco a poco apartando a Dios de nuestras vidas. Es triste ver y lo vemos, cómo incluso haciendo obras que son de Dios, nos olvidamos del Dios de esas obras y, por supuesto, de Su Madre, que es también la nuestra.
Todo esfuerzo realizado, toda obra que a ojos del mundo es grandiosa, si la hacemos sin contar con Dios, apartándole de toda realidad, es un esfuerzo que se pierde. Que no vale de nada ganar el mundo, ¿les suena?
La Europa que huye de Dios parece que va tocando fondo. Un nuevo Pentecostés se vive en muchas de las nuevas y no tan nuevas realidades de la Santa Madre Iglesia. Cristianos comprometidos frente a cristianos por compromiso.
Hemos renunciado, individual y colectivamente a nuestras raíces. Nos da miedo el qué dirán. Defendemos la vida sin contar con el Creador de la vida. Ayudamos al pobre y olvidamos que es Dios quien nos espera en el pobre. Amamos a nuestros hermanos sin reconocer que eso es posible por tener un Padre que nos amó a nosotros primero.
Quizá debamos parar, hacer silencio en nuestro corazón, reconocer que nos hemos equivocado, pedir perdón y volver a gritar unidos y sin complejos lo que hace 42 años se escuchó en España en boca de San Juan Pablo II: «Europa, ¡sé tú misma!».