"Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras-negro sobre blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era él, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello-él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia, que dijérase no tenía corporeidad, como si yo hubiese sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de él y me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna sensación de tacto".
Manuel Gª Morente. El hecho extraordinario