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12 de septiembre de 2024

TribunaIgnacio Crespí de Valldaura

Cuando Aldous Huxley vio en Dios la salida a la soledad y al sufrimiento

En su magna obra, publicada en 1932, Huxley fue capaz de presagiar que en el futuro nos tratarían de imposibilitar que estuviésemos solos, a base de suministrarnos pasatiempos, placeres y distractores de la índole más diversa

Actualizada 04:30

Aldous Huxley (1894-1963) nos advirtió, a través de su profética novela Un mundo feliz, que la sociedad del futuro trataría de erradicar la soledad y el sufrimiento, con el objetivo de que ya no tuviésemos que encontrar asilo en Dios para afrontarlas. En otras palabras, se buscaría la fórmula para evadir los problemas, en detrimento de enfrentarse a ellos y de aprovecharlos para extraer sabias enseñanzas que nos preparen para la vida de ultratumba.

En esta magna obra, publicada en 1932, Huxley fue capaz de presagiar que en el futuro tratarían de imposibilitarnos que estuviésemos solos, a base de suministrarnos pasatiempos, placeres y distractores de la índole más diversa. En este sentido, nos librarían de la tribulación mediante el Soma, una sustancia que genera tal estadio de apatía en quienes la consumen que sirve como sustitutivo del consuelo ofrecido por Dios. Si el sentimiento religioso nos compensa de las demás pérdidas, esta sociedad distópica buscaría múltiples y variopintos sucedáneos de la divinidad.

Como dice uno de los personajes de la novela: «En la antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando… ¡Pensando!»; a lo que añade que se les inculcaría el afán por buscar una juventud y prosperidad imperecederas, que les haga sentirse independientes de Dios.

Un anhelo de eterna juventud que nos instiga a esquivar el preguntarnos sobre la muerte; un estado de prosperidad que apuntala nuestro complejo de autosuficiencia; una sustancia llamada Soma que actúa como sustitutivo del consuelo ofrecido por Dios; y una soledad que nos proporciona el silencio idóneo para rezar y pensar, minada por un enjambre de entretenimientos mundanos… No cabe duda de que Aldous Huxley supo retratar, en 1932, a la sociedad de nuestro tiempo; la que, en los momentos soledad, nos obsequia con todo tipo de pasatiempos tecnológicos que nos distraen de leer, pensar y entablar una conversación distendida con el Señor.

A lo dicho, cabe agregar que los súbditos de este mundo feliz amarían el cumplimiento del deber y el inevitable destino social, presentados como dos ingredientes perfectos para consolidar el conformismo, la ausencia de rebeldía contra lo establecido; algo que me recuerda sobremanera a la actitud de los animales de Rebelión en la granja, de George Orwell, quienes eran proclives a deslomarse a trabajar y no pensar. Esta mentalidad de no tener más valores morales que cumplir con el deber es una reviviscencia fidedigna de la filosofía kantiana, tan en boga en la sociedad de nuestro tiempo. Como puso por escrito William Shakespeare, aquellos que desconocen para qué existen, se dicen a sí mismos: «Tal cosa debo hacer».

Este conformismo –basado en cumplir con el deber y aceptar el destino inevitable– es lo que permitiría a las élites de esta distopía huxleyana instalar el gobierno mundial de la estabilidad; que tenga, bajo su férula, a una ciudadanía adormecida y acomodada bajo los efectos del Soma. Con esto, se trataría de edificar un sistema que asuste con la irrupción del caos, para que sus gentes se conformen con la tranquilidad establecida (y de este modo, traguen con cualquier cosa, a costa de evitar la inestabilidad).

Este gobierno mundial de la estabilidad no admitiría cambios, pero, al mismo tiempo, inculcaría la filosofía de cambiar de cabo a rabo los valores del pasado. Esta aparente contradicción de fomentar el cambio en lo moral y la falta de alteraciones en lo político responde a una advertencia que hizo G.K. Chesterton, la cual reza que al desarticular la vida del espíritu, queda articulada la maquinaria de la materia. En términos más gatopardescos, «cambiar todo para que nada cambie».

Para hacer más consistente dicha estabilidad gubernamental, sería necesario «contar con una importante cantidad de vicios agradables», que distraigan a sus súbditos de buscar en Dios «todo lo que es noble, bello y heroico»; puesto que lo noble, bello y heroico daría lugar a una ciudadanía virtuosa, inconformista y por ende, contestataria; y para ello, habría que disuadir a sus habitantes de leer a Shakespeare y la Biblia (en definitiva, de todo aquello que les vincule a su pasado civilizatorio, en aras de construir la nueva civilización).

En este mundo feliz, se vería la felicidad como un fin en sí mismo y no como la consecuencia de buscar el «fin último» (una aspiración más elevada, calificada por Huxley como «alto utilitarismo»). A una conclusión muy similar llegó Mons. José Ignacio Munilla, quien entiende que la felicidad no se persigue de manera directa, sino que es «la consecuencia de entregarse a un ideal verdadero».

La felicidad de este mundo feliz, a la postre, hundiría sus raíces en amar la servidumbre establecida; aquello a lo que Étienne de La Boétie denominó como «servidumbre voluntaria». Los habitantes de esta distópica arcadia aceptarían su esclavitud de buen grado, por voluntad propia, debido a los placeres sexuales y efectos placenteros del Soma que el poder les proporcionaría.

Según Huxley, tanto la revolución política de Robespierre como la económica de Babeuf acabaron fracasando, por resultar inconsistentes en el tiempo, pero la que sí que tendría vocación de perdurabilidad sería la sexual de Sade; y sobre ésta se encontraría cimentando el mundo feliz de esta novela distópica.

A esto, Huxley añade que «a medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar». Sobre este aspecto, hay publicado un artículo muy interesante de Juan Manuel de Prada, en el cual queda constatado cómo cada vez que, en España, se ha aprobado un derecho sexual ha sido promulgada una ley confiscatoria.

Para que el adoctrinamiento de los «ingenieros de emociones» de este mundo feliz fuese eficaz, sería necesario un mecanismo bautizado por el autor como hipnopedia. Este procedimiento hipnopédico consistiría en una especie de radio que inculca frases hechas a sus súbditos mientras duermen. Se trataría de una conquista intelectual a través del subconsciente, una táctica de aleccionamiento con explícitas connotaciones freudianas; algo que me recuerda sobremanera a aquello que Carl Jung llamaba 'el inconsciente colectivo'.

Estos 'proverbios hipnopédicos' se caracterizarían por su simpleza intelectual y por ser, a su vez, muy cautivadores. Esta intelectualidad, cimentada sobre eslóganes atrapantes y de escasa profundidad filosófica, que es, además, filtrada en nuestra psique de manera subliminal, sin que nos demos cuenta, creo que me resulta demasiado familiar… Por no decir actual…

Los ejes vertebradores de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, serían entonces los siguientes: la hipnopedia, de frases hechas biensonantes y consignas subliminales; la exaltación de la sexualidad, en pos de garantizar la esclavitud política y económica, construida sobre la roca de la estabilidad; la erradicación de esa soledad que nos permite comunicarnos con Dios, a base de suministrarnos distractores y placebos de forma permanente; la eliminación de ese pasado que obstaculiza el cambio radical de las señas de identidad de nuestra civilización; conseguir que los súbditos terminen por amar su propia esclavitud; y petrificar su voluntad de cambiar a través de la propagación de la apatía, fomentada por el consumo de Soma, sustancia que, además, amenguaría sus estados de angustia y ansiedad.

Antes de terminar, me gustaría incluir un dato curioso, que consiste en que Aldous Huxley, tras mostrarse en 1932 tan crítico con la droga de su novela, se dedicó a experimentar con drogas, bajo el pretexto de que lo hacía para conocer de primera mano sus efectos. No sé si se habría adentrado en su consumo por gusto, por inquietud investigadora o por un poco de ambas cosas, pero sí le fueron suministradas por petición propia dos dosis seguidas de LSD al tiempo de su muerte, para que ésta fuese lo más placentera posible, mientras le era leído al oído el Libro tibetano de los muertos

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