Los dos Tomás de la historia que desafiaron a los reyes por su fe y pagaron con sus vidas
Tomás Moro y Tomás Becket rechazaron los honores de la corte por su lealtad a Cristo, lo que les llevaría a compartir un mismo destino: el martirio
Robert Redford y Paul Newman fueron los primeros en protagonizar la icónica película Dos hombres y un destino, pero varios siglos antes, ya existieron dos hombres que, en la vida real, aunque separados por el tiempo, compartieron un mismo final. Los dos se llamaban igual, Tomás, los dos fueron ingleses y cancilleres, y los dos, por coherencia, rechazaron los honores que dos reyes les ofrecieron a cambio de abandonar sus creencias. Y por eso, por no abandonar a Cristo, ambos monarcas decidieron acabar con ellos de la misma forma: con un tajo en la cabeza.
Sin embargo, las consecuencias fueron diferentes. Mientras Enrique II, quien mandó matar a su amigo Tomás Becket, se arrepintió y cumplió dos años de penitencia pública, dejándose azotar por los monjes de Canterbury; Enrique VIII no solo puso fin a la vida de aquellos que se opusieron a sus deseos, como Tomás Moro, sino también la de dos de sus seis esposas, Ana Bolena y Catalina Howard. Además, rompió con Roma, se unió a la ola de protestantismo y fundó la Iglesia anglicana. Aunque esta iglesia mantiene algunas similitudes con la católica, la historia ha demostrado que muchos católicos no cedieron a su creación y pagaron con sus vidas por permanecer fieles a la Iglesia de Roma.
Es en este contexto de persecución religiosa donde, por ejemplo, Robert Hugh Benson, converso anglicano y escritor, planteó en su obra ¡A la horca!, un retrato vívido de la valentía de los mártires católicos ingleses durante el reinado de Isabel I. La novela, que denuncia la brutalidad de la persecución bajo la reina, pone de manifiesto el dilema al que se enfrentaron los católicos: renunciar a su fe para salvar la vida o enfrentar la muerte en el patíbulo por mantenerse fieles al Papa y a Dios. Aunque Tomás Becket y Tomás Moro no vivieron exactamente esa época, ambos se destacaron como un potente testimonio de la resistencia de aquellos que no se doblegaron ante la posibilidad de una vida cómoda, sino que siguieron con fuerza las inspiraciones de su corazón enamorado por Dios.
Un hombre para la eternidad
«Muero como buen servidor del rey, pero primero de Dios». Estas fueron las últimas palabras de un hombre que, incluso sin perder el humor, se enfrentó a la muerte, pidiendo al verdugo que, al decapitarlo, tuviera cuidado con su barba, pues al no haber desobedecido al rey, «no hay por qué cortarla».
Retratar la lealtad a la conciencia con sentido del humor y sin caer en la frivolidad es lo que Robert Bolt trató de hacer en su obra teatral Un hombre para la eternidad, para plasmar la vida de Tomás Moro, un padre de familia y hombre de Estado, que renunció a altos cargos por apostar por un mayor negocio: la eternidad.
«Moro es hombre de la inteligencia de un ángel y de un conocimiento singular. No conozco a su par. Porque ¿dónde está el hombre de esa dulzura, humildad y afabilidad? Y, como lo requieren los tiempos, hombre de maravillosa alegría y aficiones, y a veces de una triste gravedad. Un hombre para todas las épocas». Así lo definió en una carta Robert Whittington, en 1520, y no sin razón.
Tomás Moro, nacido en 1477, fue jurista, padre de familia y un humanista brillante. Aunque gozaba de la amistad y la confianza de Enrique VIII, al negarse a firmar el Juramento de Supremacía, prefirió renunciar a su cargo como lord canciller y retirarse. Esperaba que así podría alejarse del conflicto, pero el rey buscaba su respaldo en la ruptura con Roma, un apoyo moral que los aduladores no podían darle. Al negarse, Moro fue arrestado y encerrado en la Torre de Londres.
Durante sus quince meses en prisión, resistió las súplicas de amigos y familiares para que cediera. Sabía que su lealtad estaba con Dios, aunque eso significara enfrentarse al patíbulo. Hasta el último momento intentó usar su conocimiento legal para defender su silencio. Sin embargo, el rey no toleró su oposición, y en julio de 1535, uno de los hombres más admirados de Inglaterra fue ejecutado, permaneciendo fiel a Dios hasta el final.
Becket, el clérigo que se convirtió en enemigo del rey
Antes de Tomás Moro, hubo otro Tomás que se plantó frente al poder de un rey: Tomás Becket. En 1142, entró al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo, quien, años después, lo nombró archidiácono de Canterbury. Esta posición le permitió entablar una cercana relación con el rey Enrique II, quien lo designó canciller de Inglaterra en 1155. Durante este tiempo, Becket fue un fiel aliado del monarca, participando activamente en sus conflictos con la Iglesia e incluso sirviendo como soldado en la guerra contra Francia.
Sin embargo, en 1162, tras la muerte de Teobaldo, Enrique II lo nombró arzobispo de Canterbury, esperando que Becket, su antiguo aliado, lo apoyara en su lucha contra el poder de la Iglesia. Sin embargo, Becket pronunciaría unas palabras proféticas: «Si acepto ser arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo».
Efectivamente, todo cambió. Becket comenzó a tomar en serio su nuevo cargo, viviendo con austeridad y dedicando su vida a las almas. Esta transformación lo llevó a desafiar al rey: se opuso a la elección del hijo de Enrique como obispo de York y exigió la independencia de la Iglesia del poder temporal, lo que desembocó en un conflicto abierto.
El rey Enrique II de Inglaterra, al ver que no podía someter a la Iglesia, promulgó una ley que subordinaba al clero al poder civil. Tomás Becket, en su papel como arzobispo de Canterbury, se opuso tajantemente a esta medida, defendiendo la independencia eclesiástica. Por ello, fue desterrado de Inglaterra, pero seis años después, gracias a la mediación del Papa Alejandro III, Becket regresó a su país, donde fue recibido con entusiasmo por el pueblo.
Sin embargo, la enemistad con el rey resurgió. Enrique II, cansado de las tensiones y de las críticas hacia su antiguo amigo, exclamó: «No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?». El 29 de diciembre de 1170, mientras Tomás Becket oraba en la catedral de Canterbury, cuatro soldados del monarca lo atacaron, acuchillándolo hasta la muerte. Con sus últimas palabras, Becket declaró: «Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia católica». Tres años después, el Papa Alejandro III lo canonizó y, en apenas una década, más de 700 milagros fueron atribuidos a su tumba.