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Juan José R. Calaza

Ecologismo: transversalidad, terrorismo verbal, arrogancia moral y dinero

Con estos mimbres, no sorprende que un rasgo fundamental del ecologismo político sea la superioridad moral de la que hacen gala los militantes

Actualizada 11:13

El Informe Meadows (The Limits to Growth, 1972) encargado por el Club de Roma fue en su momento la referencia para lanzar el debate crítico de las consecuencias ecológicamente perversas del crecimiento económico al agotar los recursos naturales con graves impactos medioambientales en aire, agua y biodiversidad en general. El asentamiento político de los proponentes del cambio climático vendría después y no ha parado de crecer.

Los choques petroleros de los años setenta del pasado siglo, confirmando el pesimismo maltusiano del Informe Meadows, extendieron en la opinión pública occidental la necesidad de sustraerse a la dependencia de recursos no renovables –cada vez más caros y contaminantes– procedentes de países inestables y hostiles. En ámbitos políticos, científicos y empresariales empezaron a analizarse las posibilidades de substituir a plazo recursos energéticos fósiles no renovables, que además degradan el medioambiente, por fuentes de energía renovables y limpias/verdes. Y en cuanto alcanzaron suficiente poder impusieron políticamente –IPCC, ecologistas y fraudulento consenso científico mediante– la urgencia de transición energética descabellada, necesaria a plazo, pero costosamente precipitada, amparados en una supuesta urgencia climática que, datos reales en mano, no se ve por parte alguna.

En este tsunami de irracionalidad algunos hemos nadado a contracorriente (J.R. Calaza: Claves, enero-febrero 2020, «La difícil modelización sin una teoría más sólida del clima») solo para dejar constancia, inútil, pero dignamente, de que no aceptamos hechos consumados por muy abundosa que sea la chusma que los ampare y poderoso el poder que los propulsa. En mi entorno, uno de los que más arriesgó fue, y es, Fernando del Pino Calvo-Sotelo con las muy atinadas razones y potentes argumentos que expone en su blog. Otro, como siempre, Fernando Savater en impactante columna en EP. Porque, decía su maestro Borges, los caballeros solo defienden causas perdidas. De inmediato, hordas de gacetilleros/as habilitados/as a atacar en manada, costumbre de la casa, trataron a Savater de negacionista climático. Un día de estos lo van a rociar con sopa de tomate como si fuera un Van Gogh.

René Dumont, ingeniero agrónomo, fue el primer candidato ecologista a la elección presidencial en Francia, 1974. Solo obtuvo 1,32 % de los votos emitidos, pero su clara pedagogía, su serena convicción, su rigor, sorprendieron muy favorablemente. No es exagerado afirmar que nadie contribuyó como Dumont a la difusión del ideario de la ecología política en el país vecino. Ahora bien, el diablo se esconde en mínimos detalles. Invitado a un programa de France Inter, al llegar al estudio de grabación se negó a entrar: un letrero advertía que no se admitían animales. La razón que dio Dumont fue que, en tanto que ser humano, él también era animal y, por tanto, no podía entrar. Por supuesto, quien considera que los animales son como los humanos no los come. Ecologismo, animalismo, vegetarianismo están bastante imbricados además de otros ismos que afloran cada día.

De las buenas maneras de Dumont hemos pasado al terrorismo verbal de la secta de «colapsólogos» y otros alarmistas proponentes de la generalización de la teoría del colapso de ecosistemas, que al parecer se inspira directamente de Collapse (2005) –éxito comercial de Jared Diamond– o de Deep Adaptation (Jem Bendell, 2018). Ambas obras recuerdan vagamente, en cutre, a Foundation, del gran Isaac Asimov. Que sigue siendo, si bien magistral, ciencia ficción. Sucede que es puro terrorismo verbal que los ecologistas llamen negacionistas del cambio climático a sus contradictores. El ignominioso dicterio, lanzado negro sobre blanco, busca la evidente muerte social del invectivado por la connotación racista o fascista que conlleva apuntando a otros negacionismos desprestigiados socialmente.

Con estos mimbres, no sorprende que un rasgo fundamental del ecologismo político sea la superioridad moral de la que hacen gala los militantes. Sin adarme de sonrojo, Gerd Leipold, director ejecutivo de Greenpeace, reconoció en una entrevista (2009) que su predicción de que el hielo en el Ártico se habrá derretido en el año 2030 era falsa. Además, defendió el derecho a provocar emocionalmente en aras de manipular la forma de pensar de la opinión pública. Y si para ello tienen que afirmar que los osos polares se están extinguiendo lo afirman sin pestañear (en algunas regiones de Canadá, que controla los 2/3 de la población de plantígrados, nunca ha habido tantos).

Otro rasgo crucial del ecologismo es su carácter transversal permeando todas las clases socio-profesionales y preferencias políticas: derecha, izquierda, centro. Lo que da idea de su implantación y fuerza real sin necesidad de ganar elecciones con un partido político hegemónico o aglutinador de otros minoritarios. Todos los partidos políticos e instituciones –incluidos independentistas, feministas y hasta religiones de distinta confesión y las fuerzas armadas–albergan secretariados, negociados o secciones ecologistas. Y asimismo las empresas de cierta relevancia –de bancos a navieras y de fabricantes de automóviles a constructoras pasando por industrias petroquímicas, obras públicas y transportistas, etc.– muy preocupadas en borrar o minimizar la huella carbono que pudiese dejar su actividad, a lo que destinan presupuestos ingentes. Empopados por vientos tan favorables, los ecologistas se jactan de que sus opiniones se amparan en un consenso científico al que suscribe el 97 % de profesionales de la climatología y el 200% de miembros del IPCC. Por torturar datos que no quede.

El ecologismo ideológicamente profesionalizado se orienta, en general, hacia el logro de ventajas políticas que cristalicen en beneficios económicos; subvenciones, ayudas, contratos, empleos, comisiones, etc. Todo ello, aquí y allí, suma cientos de miles de millones. En los casos más vergonzosos juegan a ambos lados del tablero. Múltiples organizaciones ecologistas impulsan, por ejemplo, las energías renovables (consiguiendo enormes ventajas económicas de este sector) y a su vez organizan violentas manifestaciones contra la instalación de aerogeneradores sirviendo al evidente interés del lobby nuclear, como se ha visto Europa adelante. Manifestaciones que no decaen hasta que consiguen lo que buscan: dinero. O claman contra la deforestación de la Amazonia y paralelamente se oponen a la reforestación en Europa, pozo de CO₂, pretextando que acaba con la biodiversidad y que solamente el fin de las emisiones de CO₂ de origen antropogénico puede frenar el calentamiento global.

El ecologismo también cuenta con su propio star system generador de personajes como Al Gore o Greta Thunberg. Al calor de la COP27, bajo la dirección de Thunberg –identificada como autora-directora-coordinadora de la obra por el copyright– Penguin Random House ha editado (2022) The Climate Book en un despliegue editorial internacional sin precedentes, con traducción inmediata a numerosos idiomas. Toda vez que el libro, gran formato, compone quinientas páginas y tapas duras (cuidado con dejarlo caer en un pie) no se habrán talado pocos árboles –que ya no podrán capturar CO₂– aunque no tantos como dólares habrá ingresado la directora del libro. Sorprende, o no tanto, que personas de reconocido prestigio –Thomas Piketty, entre otros– hayan aceptado ser dirigidos y coordinados por la insigne científica formada en autodidacta cuando no iba a clase denunciando la inoperancia de los políticos por no frenar el calentamiento global.

Es de ley reconocer que, muy astutamente, los ecologistas han instrumentalizado términos, además de negacionista climático, dignos de la más eficaz persuasión clandestina y de la peor ingeniería social, verbigracia, greenwashing, que utilizan con singular desparpajado. Esto es, acusan de «lavado verde de imagen» a cualquier organización o institución que promueva políticas en apariencia virtuosamente medioambientalistas pero engañosas, según ellos. El verdadero objetivo del greenwashing sería obtener ventaja amparándose en una serie de medidas que, pretendidamente, benefician a la Naturaleza, aunque, en realidad, camuflan otras que la perjudican. Y, venga, a pagar peaje para quitarse el sambenito de encima.

Cientos de miles de millones de dólares y euros llueven en el prado de la economía verde (más del 20 % del presupuesto europeo destinado a combatir el cambio climático) en el que abundosamente pastorean agencias estatales, instituciones internacionales, universidades, grupos mediáticos y organizaciones políticas ampliamente subvencionadas. En el 2021, las inversiones en renovables superaron por primera vez a las inversiones en recursos fósiles. La inversión para el resto de esta década se estima en 17 billones de dólares. Así se forja un consenso: transversalidad, terrorismo verbal, arrogancia moral y dinero.

  • Juan José R. Calaza es economista y matemático
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